El Cazador Caleste, Roberto Calasso, p. 168
De hecho, el obstáculo mayor, si
se quiere comprender algo de la prehistoria, está dado por el hecho de que en
el ínterin la vida de los hombres se ha aliviado enormemente. A tal punto que
el mundo puede incluso no ejercer ya ninguna presión sobre quien lo observa. Al
menos en determinadas situaciones experimentales, como la que se alcanzó en el
siglo XIX, ante todo en los miembros de la alta burguesía que vivía de rentas,
en los años de la reina Victoria. Este era el material humano predilecto de
Henry James. Este, en lugar de sílex afilados, disponía de frases dejadas caer
en conversaciones, anécdotas, chismes, visitas, banquetes, paseos. Sobre la
base de todo eso, James reconstruía una maraña de lazos que no tenían
prácticamente ninguna relación con el mundo exterior. La naturaleza era un
escenario ocasional. Todo se desarrollaba en interiores, ocasionalmente en la
calle o en jardines. ¿Qué podía pasar cuando el alivio, la decisión de
deshacerse del mundo como de un lastre molesto, se volvía una regla de vida
conscientemente practicada?
Entre los cuentos más importantes
de Henry James hay algunos que no llegó a escribir. Son los «pequeños sujets de
nouvelles,, embriones nunca desarrollados que solo conocemos por las
anotaciones en los Cuadernos. Sin embargo, se tiene a veces la sospecha de que
precisamente fuera esa su forma final la más adecuada para una historia que, en
innumerables ocasiones, había nacido de una frase dicha por alguien en
conversaciones, durante una de las innumerables ocasiones mundanas de las que
James participaba -y que eran el terreno mismo, continuamente movido y
removido, de su obra. Así sucede con una frase que le había dicho Mrs. Procter,
en la que James reconoce el “minúsculo germen para un cuento diminuto”, del que
solo nos queda un apunte.
En Torquay, el28 de octubre de
1895, James anotó estas palabras en su cuaderno: “Recuerdo cómo Mrs. Procter me
dijo una vez que, habiendo tenido una vida repleta de problemas, sufrimientos,
cargas y devastaciones, la posibilidad de sentarse a leer un libro constituía
para ella, en sus años otoñales, un placer singular, un lujo profundamente
sentido: tan grande era el sentimiento de seguridad que de ello emanaba, la
certeza de que, tras haber sobrevivido a tantas cosas, nada podía ocurrir/e
ahora. Prácticamente nunca había gozado de ese placer en tal grado y manera; y
día tras día disfrutaba de él como si fuese nuevo. Tal vez exagero un poco la
declaración de su éxtasis personal, pero lo cierto es que hizo el comentario y entonces
me impresionó muchísimo. Ahora vuelve a mí con la sugerencia del minúsculo
germen de un cuento diminuto.»
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