Pero yo no hubiera querido contar.
Y por las noches, mientras tecleo
con rabia, doloridamente, no dejan de acosarme las dudas: ¿para quién, ya, esta
vigilia? ¿No es un empeño vano, puesto que no hay más destinatario? ¿A quién
querías que me dirigiera, si a nadie le interesan hoy aquellos rencores
olvidados? Es entonces cuando necesitaría poder descolgar el teléfono como
nunca lo hice y preguntarte: ¿qué importancia puede tener ahora que dijese que
no, que diera aquel portazo que lo inauguró todo, que nunca leyese la carta que
estaba sobre la mesilla? ¿A quién le servirá de algo conocer que abandoné a mi
madre cuando decidió quedarse a pesar de la desbandada de los hijos? Es cierto:
no, no supe ver que sin ti y sin mí, la casa tenía los días contados. No supe o
no quise saber. Y por eso estoy condenado a escribir en estas madrugadas
neoyorquinas de insomnio, aunque no sé ya si lo hago por ti, porque tu nota
arrugada que terminó por llegarme pide que acabe el tiempo del sueño, o si en
realidad fuerzo mis dedos rendidos sobre el teclado para obligarme a mirar y a
comprender y sufrir y pagar, y tal vez así consiga saldar la deuda y la culpa.
Los ecos de entonces arden como navajas entrando en la piel, tantos recuerdos
que no son míos, que deben de ser de nuestro padre o de cualquiera de aquellos antepasados
de los que tan poco sabíamos, reminiscencias y memorias prestadas de Gondras
que se encarnan en la página y a veces, solo algunas veces, calman el dolor.
Hasta que llega la siguiente noche y la siguiente angustia, cuando empieza el
combate por alzar una casa de palabras y vuelvo a descubrir que esas voces
lejanas que me susurran al oído son intraducibles, que ningún pasado se puede
reducir a vocablos
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