Perder el miedo, Sara Mesa, p. 33
La Antigüedad, tan poblada de
dioses paganos y de símbolos, tiene un curioso relato del origen del miedo.
Aunque la etimología no es una ciencia exacta, parece ser que la palabra pánico
viene del semidios Pan, hijo de Hermes, que ya en su nacimiento (con sus
cuernos retorcidos, su poblada barba y sus patitas de cabra) le dio un buen
susto a su madre. Luego, al crecer, se hizo muy aficionado a corretear tras las
ovejas y perseguir ninfas por el bosque para violarlas, cosa de pánico se mire
por donde se mire. También tenía reacciones iracundas si se le despertaba de la
siesta (podría matarle, vaya), por lo que se ganó el apodo de Demonio del
Mediodía.
Por su parte, Deimos (equivalente
griego de metus, término latino del que proviene miedo) era el dios del horror,
lo cual tiene todo su sentido si se investiga su genealogía, dado que era hijo
de Ares, dios de la guerra. Curiosamente su hermano gemelo era Pobos, de donde
viene fobia, pues ya se sabe que el miedo y el odio suelen ir cogidos de la
mano, tan juntitos como iban Deimos y Pobos cuando tiraban del carro de su padre
sembrando el terror dondequiera que fuesen. Según la mitología, era tanto el
miedo que daban esos dos que a los soldados les bastaba con oír a lo lejos el
sonido del carro para sufrir una angustia indecible.
Más allá de todos estos relatos,
en la Antigüedad se podía tener miedo a cosas bastante más ... tangibles. Por
ejemplo, en la Antigua Roma, a morir en el incendio de tu ciudad (ay, Nerón,
Nerón) o a que, por ser esclavo, paralítico o ciego, te echaran a los leones en
el circo para diversión del público romano. También, por qué no, a que te
crucificaran por robar o desobedecer, te comieran los cerdos por no llegar
virgen al matrimonio o te enterraran viva por adúltera. “Que me odien, con tal
de que me teman», dijo el cruel Calígula. A su lado, los dioses del miedo se
nos quedan pequeños.
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