Madrid, Andrés Trapiello, p. 192
La movida fue nuestro ultraísmo.
La mitad de los que estaban en ella pintaba, hacía fotos, escribía algo, diseñaba,
trataba de rodar películas o había montado un grupo de rock. Pero al tener
todos entre veinte y treinta años, no les había dado tiempo de encabronarse aún
con nadie y pensaban en el triunfo. La otra mitad eran los seguidores y grupis.
Y lo gracioso es que la gente tenía dinero para las copas, se trabajaba a salto
de mata y se dormía lo justo.
Como sucede en cualquier
movimiento de esas características sociales, lo primero en cambiar fue la
indumentaria y los pelos. Se dejaron las barbas a los comunistas, la pana a los
socialistas, los aretes en las orejas a los vascos, el cava a los catalanes y
la grifa (y demás ficciones) a los andaluces. Los chicos de la movida empezaron
a gastar americanas y corbata (sin anudársela del todo, en plan James Dean) y
las chicas volvieron a llevar faldas y a pintarse de rojo los labios. Los
varones se cortaron mucho el pelo (para distinguirse de los progres) o se lo
erizaron en plan estatua de la Libertad, a lo punk, y ellas empezaron a ir a la
peluquería (para distinguirse de las jipis) pero no a usar permanentes ni lacas
(para distinguirse de las mamás). Y se enterraron los colores penitenciales por
otros más vivos y warholianos. Primaron sobre cualesquiera otros valores los de
la juerga y el cachondeo. Las palabras de moda, como el «ábrete sésamo», fueron
transgresión, demoledor y chachi. Y así, en muy poco tiempo la ciudad de «un
millón de muertos, según las últimas estadísticas», pasó a la de un puñado de
vitelloni, dispuestos a divertirse trabajando y a trabajar transgrediendo.
Nunca habían estado más cerca las dos cosas. Y además empezaba a haber dinero,
institucional sobre todo, para una y otra, y nada produce mayor satisfacción
que transgredir con cargo a los presupuestos generales del Estado, sobre todo a
los que lograban ir escapando del sida y las sobredosis.
Hay en la actualidad una gran
controversia sobre el alcance de la revolución cultural que supuso la movida. A
todo el mundo le gustaba Madrid. Al descubrir al mismo tiempo libertad y
ciudad, Madrid fue para todos la ciudad de la libertad, y le dedicaron sus
obras de creación. Desde las juventudes del 27, Madrid no había conocido un
momento tan esplendoroso, y volvimos a decir lo de Jorge Guillén: “el mundo
está bien hecho”, o sea, chachi. Barcelona, que durante los últimos años del
franquismo había sido el respiradero de España adonde llegaba el aire libre de
Europa, el poco que nos dejaban respirar, había albergado la esperanza de
convertirse en la capital de la cultura y aun de España, cuando muriera el
dictador, y se sintió, como ya he dicho, despechadísima, humillada. Empezó entonces
a mirar hacia Madrid, sin acabar de comprender por qué a Almodóvar se le había
ocurrido nacer en un pueblo de La Mancha y no en Hospitalet, donde había tan
buenos charnegos dispuestos a hablar en catalán y abrir una cartilla de ahorros
en la Caixa, y por qué los periódicos extranjeros se preguntaban por lo que
sucedía en Madrid y no allí. Ni los pintores modernos de Barcelona entendían a
sus homólogos de Madrid, a los que llamaban “esquizos”, ni las almas bellas del
Liceo podían comprender cómo en Madrid reivindicaban la estética del Fary y los
Chunguitos. Por suerte para todos, las Olimpiadas de 1992 resarcieron a
Barcelona de “los seculares agravios”, y los nacionalistas dejaron unos años de
victimarse y dar la matraca, entretenidos en robar como pujoles y chupar del
bote.
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