La democracia ateniense, a la que
el estadista Solón había allanado el terreno constitucional a principios del
siglo VI a. C. -si bien no se instauró hasta 507 a. C.- fue un sistema de
gobierno muy novedoso: los atenienses son «siempre amigos de novedades, muy
agudos para inventar los medios de las cosas en su pensamiento, y más
diligentes para ejecutar las ya pensadas y ponerlas en obra», dijo, según
Tucídides, que era oriundo de Atenas, un diplomático corintio. Se enorgullecían
también de su apertura cultural. En un discurso de elogio a los soldados caídos
en el campo de batalla durante el verano de 431 a. C., Pericles, en su Discurso
fúnebre, alabó así a sus conciudadanos: «Tenemos la ciudad abierta a todos y
nunca impedimos a nadie, expulsando a los extranjeros, que la visite o
contemple -a no ser tratándose de alguna cosa secreta de que pudiera sacar
provecho el enemigo al verla.» Esta frase fundamental demuestra que la apertura
ateniense no fue solo un proceso unívoco. Los atenienses, siempre receptivos a
las ideas nuevas que llegaban del exterior, acogían sin reservas a los
forasteros; tampoco les daba miedo permitir que otros examinaran su modo de
vida desde dentro. Esa honradez social y psicológica estaba a su vez
íntimamente relacionada con su inmenso talento para analizar sin tapujos, en el
teatro y la filosofía, las emociones y el comportamiento humanos.
Esa apertura a nuevas ideas los
ayudó a convertirse en unos marinos excelentes en muy poco tiempo, aunque
relativamente tarde, solo cuando vieron aproximarse la amenaza del imperio persa.
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