El Cazador Celeste, Calasso, p. 183
Aunque los héroes eran hijos o descendientes de Zeus y de
una mortal, lo cual los acercaba a los dioses, estaban destinados a morir,
igual que los hombres. Para volverse inmortales era necesario chupar la leche
de Hera, la primera enemiga de las madres de los héroes. Tercera consorte de
Zeus, Hera había engendrado a Ares, Hebe e Ilitia -todas ellas habitantes del Olimpo.
La leche de Hera era permanente. Podía ser chupada por quien que, de otro modo,
estuviera destinado a morir. A cada instante, Hera se encontraba en la
condición de las mujeres que acaban de dar a luz. En ese estado, perseguía a
las mujeres parturientas o que estaban a
punto de dar a luz, preñadas por el semen de Zeus. No era uno de los secretos
menores de la fisiología divina.
En esto pensaba Zeus mientras Hera dormía. Acercó a su seno
al pequeño Hércules, ya condenado a sus trabajos. Zeus no quería que un día
desapareciera en el Hades. Hércules se agarró a un pezón de Hera y empezó a
chupar con ardor, como un amante. Hera se revolvió y lo rechazó. La leche
seguía fluyendo, sin embargo, y haciendo un gran arco salpicó el cielo. Las
gotas formaban grumos en la bóveda oscura, en una larga cinta desflecada. Otras
gotas fueron a dar sobre la tierra, esparcidas entre los campos y los
desiertos. Así se formó la Vía Láctea. En la tierra despuntaron los lirios
blancos, los mismos que un día el arcángel Gabriel llevaría a María, en el
momento de la Anunciación.
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