Madrid, Andrés Trapiello, p. 234
Cervantes es maravilloso sobre
todo en el tono: la naturalidad con la que cuenta las cosas. “Lo que se sabe
sentir se sabe decir” es una frase de El amante liberal que he citado mil
veces. No hay otra enseñanza que valga. Y que el Quijote sea una novela a la
que le sobran quinientas páginas da lo mismo, podría haber tenido otras
quinientas y seguiría siendo la obra maestra que es. El empezar a contar una
cosa por el principio siguiendo el hilo, al trantrán, como luego hicieron
Galdós y Baraja, sin temor a distraerse en el camino con otras, si le parecían
curiosas. Yendo y viniendo, pero sin enredarse nunca en asuntos ociosos.
Siempre la línea clara y el sentimiento en primer plano. Y esa mirada limpia y
compasiva sobre las criaturas. Y lo más difícil de todo: hablar con naturalidad
de la cultura, hasta hacer de la cultura algo natural, el que no parezca nunca
un autor literario, como todos los demás, Lope, Quevedo, Calderón, no siendo
inferior en conocimientos a ninguno de ellos. ¿Y su vida? Ese ir tirando, unas
veces con viento a favor y muchas otras en contra, pero sin quejarse nunca
(Azorín solo le afeaba a Cervantes que este se alabara de vez en cuando, pero
qué iba a hacer el hombre si los demás le tenían en tan poca estima). Ese “no
hay nadie tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a don Quijote», de
Lope, se ha vuelto contra este, por lo mismo que se recuerda a Gide más por
haber rechazado el manuscrito de A la recherche, que por lo suyo propio, y a
los del Premio Nobel, por no habérselo dado a Tolstoi, a Galdós o a Rilke. Lope
no respetó ni siquiera los anteojos rotos de Cervantes, al que se los pidió
prestados para ver algo; dijo “que parecían huevos estrellados mal hechos» (le
pasó eso a Cervantes por prestárselos). A Cervantes se le lee siempre con la
sonrisa en los ojos, y, sin que se olvide nunca del sinsentido de nuestra vida,
toda su literatura navega con el pabellón de la esperanza. Y cuánta delicadeza era para mí entonces que hubiera
escrito el Quijote cuando era viejo, dándonos ánimos a los jóvenes para
intentar algo parecido un día. Y ese humor tan fino, que no desciende ni
condesciende con lo plebeyo, porque hasta cuando Sancho se propasa un poco, sabe
cerrar Cervantes la suerte en una media verónica elegantísima.
Recuerdo que hablando un día con
Ferlosio de la lengua de Cervantes (y hay que recordar que a Ferlosio, que
habló muy acertadamente en su premio Cervantes sobre el carácter y destino en
los personajes del Quijote, que nunca le interesó demasiado, dicho sea de
paso), me recomendó las cartas escritas por indianos a finales del XVI y
principios del XVII, y recopiladas por Enrique Otte. Eran para Ferlosio un
tesoro de la lengua, como también el de Covarrubias, y fuente inagotable de
humanidad y detalles exactos. Y no se equivocaba.
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