Ningún artista es durante las
veinticuatro horas de su jornada diaria ininterrumpidamente artista. Todo lo
que de esencial, todo lo que de duradero consigue, se da siempre en los pocos y
extraordinarios momentos de inspiración. Y lo mismo ocurre en la Historia, a la
que admiramos como la poetisa y la narradora más grande de todos los tiempos,
pero que en modo alguno es una creadora constante. También en ese “misterioso
taller de Dios”, como respetuosamente llamara Goethe a la Historia, gran parte
de lo que ocurre es indiferente y trivial. También aquí, como en todos los
ámbitos del arte y de la vida, los momentos sublimes, inolvidables, son raros.
La mayoría de las veces, en su calidad de cronista se limita a hilvanar, indolente
y tenaz, punto por punto, un hecho tras otro en esa inmensa cadena que se
extiende a lo largo de miles de años, pues toda crisis necesita un periodo de
preparación y todo auténtico acontecimiento, un desarrollo. Los millones de
hombres que conforman un pueblo son necesarios para que nazca un solo genio.
Igualmente han de transcurrir millones de horas inútiles antes de que se
produzca un momento estelar de la humanidad.
Pero cuando en el arte nace un
genio, perdura a lo largo de los tiempos. A su vez, cada uno de estos momentos estelares
marca un rumbo durante décadas y siglos. Así como en la punta de un pararrayos
se concentra la electricidad de toda la atmósfera, en esos instantes y en el
más corto espacio, se acumula una enorme abundancia de acontecimientos. Lo que
por lo general transcurre apaciblemente de modo sucesivo o sincrónico, se
comprime en ese único instante que todo lo determina y todo lo decide.
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