Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

AUGUSTO


SPQR, Mary Beard, p. 382
Incluso allí donde parece más visible, Augusto resulta ser escurridizo, y este presumiblemente fue parte de su secreto. Una de sus innovaciones más importantes y duraderas fue la de inundar el mundo romano con su retrato: cabezas estampadas en las pequeñas monedas de cambio para los bolsillos de la gente, estatuas de tamaño natural o más grandes en mármol y bronce erigidas  en plazas públicas y templos, miniaturas repujadas o grabadas en anillos, gemas y en vajillas de plata de comedor. Todo ello a un nivel antes desconocido. No hay ningún romano anterior del que se conozcan más de un puñado de posibles retratos, y muchos de ellos de dudosa identificación (la tentación de dar un nombre a cabezas que de lo contrario serían anónimas, o de encontrarle rostro a Cicerón y a Bruto, resulta irresistible, a pesar de la falta de evidencias). Incluso para Julio César, aparte de algunas monedas, hay tan solo un par de candidatos muy dudosos que pueden ser retratos suyos realizados en vida. En cambio, se han encontrado aproximadamente unas doscientas cincuenta estatuas, por no mencionar las imágenes que aparecen en joyas y gemas, por todos los territorios romanos e incluso más lejos, desde la moderna España hasta Turquía y Sudán, que representan a Augusto con diferentes apariencias, desde conquistador heroico hasta devoto sacerdote.
Todas ellas presentan rasgos faciales tan similares que seguramente se enviaron modelos estándar desde Roma, en un intento coordinado por difundir la imagen del emperador a sus súbditos. Todas adoptan un estilo juvenil e idealizante que recuerda al arte clásico de la Atenas del siglo va. C. y constituyen un evidente y acusado contraste con el exagerado «realismo» característico de los retratos de ancianos llenos de surcos y arrugas de la élite romana de principios del siglo I a. C. Todas tenían por objeto presentar a la población más alejada a su gobernante, al que nunca podrían ver en persona. Y sin embargo, casi sin lugar a dudas no se parecían en nada al Augusto real. No solo no se ajustan a una descripción escrita conservada de sus rasgos, que -fiable o no- prefiere hacer hincapié en su cabello alborotado, su mala dentadura y el calzado con plataforma que, como muchos autócratas desde entonces, utilizaba para ocultar su baja estatura. Por otro lado, todas presentan el mismo aspecto a lo largo de toda su vida, de manera que a los setenta y tantos años seguía siendo retratado como un joven perfecto. Se trataba como mucho de una imagen oficial -para decirlo de manera menos halagadora, una máscara de poder- y la diferencia entre aquella y el emperador de carne y hueso, el hombre que había detrás de la máscara, ha sido siempre, para la mayoría de la gente, imposible de salvar.

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