La mirada inconformista, MV Montalbán, p. 154
A pesar de las tormentas previas
y de los temores de un cierto malestar popular por las circunstancias
previamente enumeradas, el primer balance de la Diada Nacional de Catalunya
aporta un protagonista excepcional: el pueblo. Durante el dia 10 no hubo población
de Catalunya que no anticipase la celebración. Manifestaciones, parlamentos
unitarios de líderes locales y espontánea desfranquización de la geografía
urbana. Los manifestantes se encaramaban para tapar los rótulos de calle anden
régimen. Desaparecieron los nombres del Generalísimo, del ausentísimo y del 18
de julio. En Lérida se concentraron 30.000 personas, un balance cuantitativo impresionante
si tenemos en cuenta la proporción demográfica. Los gerundenses no adelantaron
la manifestación y la convocaron coincidiendo con la de Barcelona. Catorce mil
gerundenses en la calle es una cifra que se presta a las más ambiguas
estimaciones. Cada uno de estos acontecimientos locales era un síntoma de lo
que podía ser la gran celebración barcelonesa. Hubo corresponsal extranjero
que, a la vista de lo que ocurría en Barcelona el 11 de septiembre, dijo que
era la manifestación política más impresionante de la historia contemporánea.
Uno cree que la liberación de París tampoco fue una broma. Pero es que uno está
vacunado contra el triunfalismo.
Me desvacuno un tanto para decir
que el 11 de septiembre de 1977 fue un acontecimiento político excepcional, con
poder propio para cambiar cualitativamente el proceso de recuperación de las
instituciones catalanas. El pueblo escogió la línea recta que sigue siendo la
distancia más corta entre dos puntos y eludió polémicas bizantinas sobre
legitimidades y polémicas ya no tan bizantinas sobre dónde descansa la
auténtica soberanía de la reivindicación catalana. Desde la noche del sábado,
el bullir de las masas cuatribarradas fue en aumento. Las senyeres en los
balcones constituían un mudo referéndum. Miles y miles de metros de banderas
catalanas pusieron un lazo triunfal a toda la ciudad y cuerpos humanos y casi
humanos se convertían en vehículos de comunicación, abarrotados de pegatinas,
cintas con la bandera nacional, banderas enteras a manera de chales sobre los
hombros. He hablado también de cuerpos casi humanos porque los perros domésticos
se sumaron a la fiesta y lucían senyera en los collares y pegatinas sobre lomos
relucientes de animales recién enjabonados. Familias enteras se adornaban y
amueblaban de catalanidad. Los abuelos que vieron el desvanecimiento de la gran
ilusión de 1932, los hijos que resistieron la larga marcha bajo la espada
intolerante, los nietos que descubren ahora el poder de la solidaridad y el
grito, y hasta bebés perplejos y horizontales en sus coches con la pegatina de
«Volem l'Estatut» adherida sobre el pijama de perlé.
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