La mirada inconformista, M.V.Montalbán, p. 340
John Lennon ha muerto como
preferiría morir Felipe González, en Nueva York, a tiros y no en el Metro de
Moscú. En todas partes se cuecen locos. Tanto al calor de un puchero santanderino como al de los vapores suburbanos
que ponen en peligro las pantorrillas de las patinadoras del Rockefeller Center
o las digestiones de diamantes desayunados en Tiffany's. Lennon buscó en Nueva
York el mundo. Basta cruzar una calle para pasar de Italia a China o de la
Palestina precristiana al Wall Street poscristiano. A las diez de la mañana
puedes ver todo, absolutamente todo Matisse; a la una, comer en plan libanés,
como ya nunca comerá libanés alguno; a las cuatro, asistir a un concierto de
Pau Casals, especialmente deshibernado para el acontecimiento; a las cinco, hacer
número en el vernissage de una exposición de polillas nepalíes amaestradas por
Howard Hughes antes de morir; a las ocho, escuchar a la Caballé una Norma
cantada con los ovarios; luego, contemplar a Woody Allen tocando el saxo y
tocando el sexo de europeas maternales que nunca olvidarán haberle preguntado: “Mr.
Allen, what time is it?”. Ni siquiera importará más tarde, después de un día
tan completo y repetible, después de un día propicio para ser el último día
antes de la Tercera Guerra Mundial, morir devorado por las cucarachas gordas de
un hotel de lujo o por las cucarachas pequeñas y rubias de los hoteles discretos
cercanos al Metropolitan.
Vivir en Nueva York no habiendo
nacido en Nueva York, ni siendo norteamericano, indica una total ambición de
exilio, porque en una misma ciudad se viven todos los exilios posibles en todos
los países probables. Por la vía de la negación se consigue ser ciudadano del
mundo y al mismo tiempo ser nada. Los fotógrafos de California fotografían
nombres y apellidos. Los de Nueva York solo fotografían actitudes, porque la
ciudad, una Disneylandia feroz y neorrealista, es el espectáculo.
SIXTO CÁMARA
La Calle, 16 de diciembre de 1980
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