Es probable que treinta y tres
años parezcan un mundo, pero lo cierto es que nunca hablé lo suficiente con mi
padre acerca de su enfermedad. Es algo que no me perdono. Y que sucederá de
nuevo entre mis hijos y yo a propósito de cualquier tema crucial que debamos
tratar. No me hago ilusiones. Las conversaciones importantes no se tienen a
tiempo. Eso es algo que sólo sucede en la literatura o en el cine. En la vida
real, en la vida espantosa hecha de tedio, facturas y declive, en la vida gozosa
hecha de momentos de júbilo, del misterio del mar y de la bondad de ciertos
hombres y mujeres, el silencio es la norma. Un silencio educado; un silencio
castrante; un silencio que tarde o temprano acabamos por pagar.
Creo que para mi padre existía
una vergüenza implícita en el hecho de haber sobrevivido a su enfermedad, en
aferrarse a una vida menguada. Quizá por su cabeza pasó muchas veces la idea de
cuánto más digno, cuánto más viril incluso, hubiera sido morir en la flor de la
vida, abandonar a su esposa y a su hijo, dejarlos partir hacia una experiencia nueva,
marcada por un dolor que sería intenso al inicio pero que pasaría, borrarse del
recuerdo común, hurtar su presencia de hombre enfermo a ojos de quienes amaba y
lo amaban. Cuando un hombre muere a los treinta y ocho años se convierte en un
mundo de posibilidades.
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