La mirada inconformista, Manuel Vázquez Montalbán, p. 174
Las repetidas noticias sobre las
dificultades que algunos homosexuales españoles encuentran para poder casarse
por la Iglesia o por el Estado me entristecen por un doble motivo. Ante todo, porque
no entiendo cómo una sociedad democrática puede oponerse a la homologación
administrativa de parejas homosexuales. Pero también me entristece que gente
tan luchadora, tan humillada y ofendida, tan fuera del juego de la moral
convencional como suelen ser los homosexuales, caigan en la trampa del matrimonio.
En un momento en el que el matrimonio se muestra como un vínculo afectivamente
obsoleto y administrativamente peligroso, parece un empeño prehistórico el
querer convertirlo en una reivindicación de la libertad sexual. Se me hace difícil
imaginar a muchos de los sensibles, inteligentes y cultos homosexuales que
conozco pasando por las horcas caudinas matrimoniales y prestándose a una
ceremonia que en realidad solo sirve, y no siempre, para que las empresas te
concedan unos días de vacaciones. Todas
las rutinas que dan sentido a la convivencia de una pareja, desde pagar los
plazos de la máquina lavaplatos hasta adquirir un nicho en propiedad, están al
alcance de un dúo homosexual, incluso la peripecia procelosa de una luna de
miel en el Monasterio de Piedra o en Palma de Mallorca. Claro que si estás casado
legalmente puedes meter a tu pareja en la Seguridad Social, pero tal como se
está poniendo el Estado asistencial, empieza a ser más una amenaza que un
factor de seguridad.
Como me resisto a creer que los sensibles,
inteligentes y cultos homosexuales que conozco estén interesados realmente en
el turbio negocio matrimonial, presumo que su reivindicación es meramente provocativa
y que quieren casarse para permitirse la gozada del divorcio.
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