Mi cuerpo estaba tendido en el estrecho paso
que quedaba entre la mesa de reuniones y la pared del fondo; tenía la cabeza
vuelta hacia la izquierda. Abrí un ojo y vi aparecer al otro lado, debajo de la
mesa, cerca del cuerpo de Bernard, dos piernas negras y el extremo de un fusil
que, más que moverse, flotaban. Cerré los ojos y al cabo volví a abrirlos como
un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto; porque me hacía el
muerto. Era el niño que había sido, volvía a serlo, jugaba a hacerme el indio muerto
mientras me decía que quizá el dueño de las piernas negras no me vería o me
creería muerto, mientras me decía también que me iba a ver y a matar. Esperaba
al mismo tiempo la invisibilidad y el golpe de gracia, dos formas de la
desaparición. Aún me creía a salvo de cualquier rasguño. Sin embargo, estaba herido,
lo suficientemente inmóvil y con la cabeza bañada probablemente en suficiente
sangre como para que el asesino, al acercarse, no juzgara necesario rematarme.
De repente sentí su presencia casi encima de mí y cerré los ojos, volví a
abrirlos enseguida, como si, para verle algunas partes del cuerpo y asistir a la
continuación de la historia, estuviera dispuesto a correr el riesgo de
experimentar el fin de la misma: no pude evitarlo. Allí estaba, como un toro que
olfatea al torero inmóvil al que acaba de dar una cornada, las piernas negras,
el fusil apuntando como unos cuernos hacia el suelo, preguntándose quizá si
había que-insistir o no. Lo oía respirar, flotar, tal vez dudar, me sentía vivo
y casi ya muerto, lo uno y lo otro, lo uno en lo otro, atrapado en su mirada y
en su aliento; luego se alejó lentamente, atraído por otros cuerpos, por otros
capotes, por otras cosas, en realidad hacia la salida, como supe mucho más
tarde, porque todo duró apenas algo más de dos minutos. Y luego se hizo el silencio.
La paz se adueñó de la pequeña sala, ahuyentando poco a poco la amenaza de una
prolongación o de un regreso de los asesinos. Ya no me movía, apenas si
respiraba. La bruma se iba disipando. N o sentía nada, no veía nada, no oía
nada. El silencio fabricaba el tiempo y, entre los heridos y los muertos, las
primeras formas de la vida después de la muerte.
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