El colgajo, Philippe Lançon, p. 68
Los muertos casi se cogían de la
mano. El pie de uno tocaba la barriga del otro, cuyos dedos rozaban el rostro
del tercero, que a su vez se inclinaba hacia la cadera del cuarto, que parecía mirar
al techo, y todos, como nunca y para siempre, se convirtieron en esta
disposición en mis compañeros. Podría haber sido una figura de una danza
macabra, como aquella que desde hacía veinte años iba a ver de tarde en tarde a
la iglesia de La Ferté-Loupiere, de camino a la casa de mis abuelos en la
región de Nivernais, o una guirnalda de personajes recortados en papel por un
niño, una especie de corro bajo arresto, o un descendimiento de la Cruz hecho
en horizontal, o incluso una versión inédita y negra de La danza de Matisse. Yo
era uno de ellos, pero no estaba muerto, y, en los minutos posteriores a la marcha
de los asesinos, no los vi de esta manera, porque no los vi en absoluto. Mi
campo de visión había quedado reducido al vacío que nacía del acontecimiento y
de mi propia inmovilidad, o, para ser más exactos, de mi suspensión. Aún no
había colgado la palabra «asesino» de la silueta que había entrevisto e ignoraba
si había venido sola o acompañada. Y o no era consciente del atentado, pero él
se había puesto sus anteojeras y se labraba ya el camino hacia los desastres
solitarios de la infancia: en ese instante, estaba solo en medio de los demás y
no tenía más que cinco o siete años.
La sala de redacción fue en
primer lugar ese plano fijo de una película opaca y misteriosa, todavía no
trágica, ni realmente empezada ni realmente terminada, una película en la que
yo actuaba sin haberlo querido, sin saber qué ni cómo interpretar, sin saber si
hacía el papel principal, de doble o de figurante. La escena de repente
improvisada flotaba en los escombros de nuestras propias vidas, pero no era la
mano de un proyeccionista quien lo había detenido todo: eran unos hombres
armados, eran sus balas; era lo que nosotros, los profesionales de la
imaginación agresiva, no habíamos imaginado, porque algo así era simplemente
inimaginable, al menos en la realidad. La muerte inesperada; el elefante
metódico en la cacharrería; el huracán breve y frío; la nada.
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