El colgajo, Philippe Lançon, p. 371
La exposición seguía la evolución
del pintor, desde sus maestros a sus herederos. Cuanto más avanzaba, más vida
me conferían los retratos, bien porque ya los había visto, bien porque había
soñado con verlos, bien porque un día iba a volver a verlos y de este modo se
disolverían a la vez el tiempo y el dolor. Representaban muertos que me
transmitían su vida. De los bufones del Prado que rodean a Las Meninas, solo
Pablo de Valladolid había hecho el viaje. Vestido como un gentilhombre del que
está interpretando el papel, aparece como un actor sobre un escenario desierto,
como un toro en el ruedo, como en el vacío. De él dijo Manet: «El fondo
desaparece. Es aire lo que rodea al personaje, vestido todo él de negro y lleno
de vida.» Su brazo derecho, que extiende hacia abajo, señala un punto exterior al
cuadro. Tiene la mano izquierda recogida en el pecho, en un gesto noble que
parece el presagio de un discurso. El espacio queda definido por sus gestos y
nada más. Su mirada directa, oscura, luce una expresión indeterminada. Manet
tenía razón: yo podía respirar el aire que él desplazaba y que, desde la meseta
castellana, venía a sustituir aquel otro que tantas veces me había faltado.
Entré en el cuadro a través del cuerpo del bufón y cuando salí me encontraba en
el Prado, veinte años antes, en una época en la que la tristeza no estaba
justificada por el acontecimiento. Me condujo por las calles frías del invierno
madrileño hasta el parque de El Retiro, que iba a cerrar pronto las puertas. A
través del cuerpo de Pablo de Valladolid sentí por primera vez no ya el
recuerdo, sino la presencia de un hombre que yo había sido. El paciente era el
bufón del monarca ejecutado el 7 de enero y el monarca del bufón que había sido
hasta esa misma fecha. Aquel bufón callado y robusto me decía ahora que las cartas
habían vuelto a la baraja. Tenía que interpretar mi papel, reírme de él,
fabricar el aire que me rodeaba.
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