Era el anhelo religioso con el
don de la esperanza; era el santo grial de la ciencia. Nuestras ambiciones
fluctuaban -más alto, más bajo- gracias a un mito de la creación hecho real, a
un acto monstruoso de autoamor. En cuanto fuera factible, no tendríamos otra
opción que seguir nuestros deseos y atenernos a las consecuencias. En términos más
elevados, aspirábamos a escapar de nuestra mortalidad, a enfrentarnos o incluso
reemplazar la divinidad mediante un yo perfecto. En términos más prácticos,
pretendíamos diseñar una versión mejorada, más moderna de nosotros mismos y
exultar de gozo con la invención, con la emoción del dominio. En el otoño del
siglo XX, llegó al fin el primer paso hacia el cumplimiento de un viejo sueño,
el comienzo de la larga lección que nos enseñaríamos a nosotros mismos: que por
complicados que fuéramos, por imperfectos y difíciles de describir -aun en
nuestros actos y modos de ser más sencillos-, se nos podía imitar y mejorar. Y
heme ahí a mí de joven, un adoptante precoz y ansioso en aquel frío amanecer.
Pero los humanos artificiales
eran ya un lugar común desde mucho antes de su advenimiento, de forma que, cuando
llegaron, para algunos fueron una decepción.
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