Máquinas como yo, Ian McEwan, p. 103
Me quedé en la cocina, en un
viejo sillón de cuero, con una copa globo de blanco moldavo. Me resultaba muy placentero
seguir una línea de pensamiento sin encontrar oposición alguna. Sin duda yo no
era el primero en pensarlo, pero la historia de la autoevaluación humana como especie
podía verse como una serie de degradaciones encaminadas hacia la extinción. Un
día estuvimos entronizados en el centro del universo, y el sol y los planetas,
y el mundo observable en su integridad, giraban en torno a nosotros en una
danza intemporal de adoración. Luego, en desafío a los sacerdotes, la
astronomía despiadada nos redujo a un planeta que orbitaba alrededor del sol,
una más entre otras rocas. Pero seguíamos aparte, espléndidamente únicos,
designados por el creador para ser señores de todo lo viviente. Luego la
biología confirmó que éramos parejos al resto de los seres, y que compartíamos
unos ancestros comunes con las bacterias, las violetas, las truchas y las
ovejas. A principios del siglo XX nos sumimos en un exilio aún más oscuro
cuando la inmensidad del universo nos desveló su ser e incluso el sol pasó a
ser uno más entre los billones de soles de nuestra galaxia, galaxia que a su
vez no era sino una entre billones. Al final, recurriendo a la conciencia,
nuestro último reducto, quizá no nos equivocábamos al creer que ocupábamos un
lugar de preeminencia respecto del resto de las criaturas del planeta. Pero la
mente que un día se había rebelado contra los dioses estaba a punto de
destronarse a sí misma por obra de su propio y fabuloso alcance. Dicho de forma
abreviada, diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros, y
dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía a nuestra comprensión.
¿Qué necesidad habría de nosotros, entonces?
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