El ológrafo de Casa Ardua
Sólo a los muertos les erigen
estatuas, pero a mí se me ha concedido ese honor en vida. Ya estoy petrificada.
La estatua fue una muestra de aprecio a mis muchas contribuciones, decía la
inscripción, que leyó en voz alta Tía Vidala. Le habían asignado la tarea
nuestros superiores, y distó mucho de
mostrarme ningún aprecio. Le di las gracias con tanta modestia como pude; acto
seguido, tiré del cordel para desprender el velo que me cubría. La tela se hinchó
en el aire antes de caer al suelo, y allí estaba yo. No somos dadas a las
ovaciones, aquí en Casa Ardua, pero hubo unos discretos aplausos. Incliné la
cabeza, con una pequeña reverencia.
La estatua es majestuosa, como
suelen ser las estatuas, y me muestra más joven y delgada de lo que soy al
natural, en mejor forma de lo que he estado en mucho tiempo. Aparezco erguida,
con la barbilla alta y los labios curvados en una sonrisa dura pero benévola.
La mirada se pierde en un punto del firmamento, representando mi idealismo, mi inquebrantable
compromiso con el deber, mi tenacidad de avanzar salvando todos los obstáculos.
No es que la estatua pueda ver ni un atisbo del cielo, escondida como está en
el lúgubre macizo de árboles y setos junto al sendero
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