Fin, KO Knausgard, p. 822
No, no la despreciaba, en eso
Linda se equivocaba. Pero me exigía muchísimo más que ningún otro ser humano me
había exigido jamás, y ella no era consciente de ello. Algunas veces me
resultaba tan provocador que me dejaba en un estado de ánimo parecido a la
locura. Me enfadaba tanto que no existía nada más y no podía desahogarme, lo guardaba
dentro de mi, y lo que entonces irradiaba, cuando la ira se me metía en el
cuerpo, cuando mis movimientos estaban cargados de ira, podía, claro está,
confundirse con desprecio. No, era desprecio. En ese momento lo era, pero el
momento pasaba, y entonces esperaba otra cosa. ¿Era eso lo verdadero? ¿En realidad
estábamos muy bien? La amaba, ¿era eso lo verdadero? No, joder, todo cambiaba y
oscilaba hacia delante y hacia atrás, una cosa no era más verdadera que la
otra. Estábamos bien y estábamos horriblemente mal, yo la amaba y no la amaba.
La noche antes de nuestra boda le
pedí que fregara el suelo de la cocina. Para entonces yo había fregado cada uno
de los restantes ciento treinta metros cuadrados de la casa. De rodillas, con
el trapo en la mano, ella levantó la cabeza y me miró diciendo que eso no era
como debía ser, que ella tuviera que fregar el suelo de la cocina la víspera de
su boda. Nadie habría aceptado algo así, dijo. Me parece injusto, dijo. Yo dije
que era nuestro suelo y que éramos nosotros los que teníamos que fregarlo, con
o sin boda. No mencioné que era la segunda vez que ella fregaba un suelo en el
transcurso de los cinco años que llevábamos juntos. Si lo hubiera dicho, ella
se habría cabreado, diciendo que ella hada todo lo demás, que ella era la que
mantenía la familia unida, y que ella hacía más que ninguna otra persona que
conocía. Entonces yo habría dicho que ella vivía en una mentira, y así
habríamos seguido, de manera que no dije nada. Al día siguiente le di el si, y
ella a mí, y nos miramos con lágrimas en los ojos.
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