Hacia fines de marzo visité una
casa en Moscú. Un viejo palacio con paredes de gruesos troncos de pino, rodeado
por un amplio jardín. Todo en el interior parecía animado de vida la fría
mañana de invierno en que un poco por casualidad caí en aquel lugar. Daba la
impresión de que la casa aún estaba habitada ... Tal vez la familia se había
marchado ese año a pasar el invierno en la casa solariega de lasnaia Poliana.
Un enjambre de empleadas de aspecto centenario contribuía a fortalecer la
ilusión. Entre cuatro arrastraban de un cuarto a otro un viejo baúl de cuero. Otras
estaban sentadas tomando su té en grandes tazones. Daban un sorbo, se
levantaban, caminaban un poco sin ton ni son, volvían a sentarse, daban otro
sorbo ... Al recorrer el interior no pude pensar sino que estaba husmeando en
la casa de una tribu. No había medio humano de guardar o mantener alguna
intimidad en aquel recinto; en sus tiempos debió haber parecido una colmena. Un
gran salón de recepciones, una habitación de trabajo con las paredes atestadas de
libros donde el propietario debió haber pasado gran parte de su tiempo, y,
entre uno y otro espacio, una infinidad de minúsculos cuartos para albergar a la profusión de hijos que tan copiosamente
habían nacido en aquella casa, a la costurera, a los preceptores e
institutrices, a los parientes pobres, a los peregrinos de paso rumbo a algún
santuario.
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