El dolor de los demás MA Hernández, p. 124
Y es posible que algo de eso
hubiera. Pero quizá no en el sentido en que nosotros lo habíamos creído. Lo he
pensado mucho después y cada vez lo tengo más claro: la depresión de mi madre
era una manera inconsciente de atraer nuestra atención porque requería ser
cuidada, porque necesitaba por un momento dejar de ser la esclava de todos. Había
dedicado su vida entera a servir a los demás. Se encargó de sus tíos mayores.
Después, de sus hijos. Y luego, de su marido. N o salió de la casa de la huerta
ni siquiera cuando mi padre tuvo que marcharse a trabajar a Alicante durante
varios años. Siempre he creído que debería haberlo acompañado y haber formado
un hogar allí. Una pareja joven, con dos hijos recién nacidos. Toda una vida
por delante. Pero mi madre se quedó en la huerta, cuidando de sus hijos, de sus
tíos solteros, de la casa, de su historia, prisionera de un modo de vida que
hundía sus raíces en el pasado.
Es posible que eso fuera lo que
al final acabó pasando factura, toda esa vida dedicada a los otros, todos los
años de confinamiento en aquel espacio, toda la frustración, toda la felicidad
perdida, la melancolía acumulada, que regresó tiempo después bajo la forma de
la depresión.
-Tiene tristeza -comentó la
curandera el día que desconfiarnos de los médicos y decidimos probar otros
remedios.
Ahora lo pienso y creo que estaba
en lo cierto. En el fondo no era otra cosa. Tristeza.
Y con esa tristeza que ya nunca
se fue del todo mi madre se encargó de los últimos años de la Nena, de
vestirla, de darle de comer, de cambiarle los pañales, de estar en todo momento
pendiente de ella, de no salir siquiera a la calle para no dejarla sola, hasta
el día en que murió. En menos de seis meses llegó la trombosis de mi padre y lo
dejó prácticamente inmovilizado. Lo sentamos entonces en el mismo
sillón-mecedora que había ocupado la Nena, y mi madre cuidó de él. Lo vistió,
le dio de comer, le cambió los pañales y no lo dejó un momento a solas. Parecía
que todo se repetía. Hasta que un día ese bucle también acabó girando sobre
ella.
Conservo aún el vídeo que por
casualidad grabé la tarde antes del ictus. Yo estaba en la habitación que había
construido en una esquina del patio para aislarme de todo y ella entró para
decirme que la cena estaba preparada. Tenía el rostro algo demacrado, los ojos
hundidos, y apenas le salía la voz del cuerpo.
Recuerdo perfectamente la
conversación.
-Qué mala cara tienes, mamá.
-Estoy triste, hijo. No puedo
más.
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