Sale el espectro, Philip Roth, p. 65
¿Qué me sorprendió más durante
los primeros días, cuando paseaba por la ciudad? Lo más evidente: los teléfonos
móviles. En mi montaña aún no temamos cobertura, y en Athena, donde sí la hay,
no solía ver a nadie que caminara por la calle hablando por teléfono
desinhibidamente. Recordaba una Nueva York donde las únicas personas que iban
por Broadway hablando al parecer consigo mismas estaban locas. ¿Qué había
sucedido en aquellos diez años para que de repente hubiera tanto que decir,
hubiera tanto tan apremiante que no pudiera esperar para ser dicho? Por
dondequiera que anduviese, alguien se me acercaba hablando por teléfono y
alguien hablaba detrás de mi por teléfono. Dentro de los coches, los
conductores hablaban por teléfono. Cuando tomaba un taxi, el chófer hablaba por
teléfono. Un hombre como yo, que con frecuencia se pasaba varios dias sin
hablar con nadie, tenía que preguntarse qué era lo que antes había retenido a
la gente y que ya no existía, haciendo que la conversación incesante por teléfono
fuese preferible a pasear sin ser controlado por nadie, momentáneamente
solitario, asimilando las calles a través de tus sentidos animales y
abandonándote a la miríada de pensamientos que inspiran las actividades de una
ciudad. mi aquello daba un aire cómico a las calles y ridículo a la gente. Y,
sin embargo, también parecía una auténtica tragedia. Erradicar la experiencia
de la separación debe de tener inevitablemente un efecto dramático. ¿Cuál será
la consecuencia? Sabes que puedes ponerte en contacto con la otra persona en cualquier
momento y, si no puedes, te impacientas, te impacientas y te enfadas como un
estúpido diosecillo. Yo comprendía que el silencio de fondo había sido abolido
mucho tiempo atrás en restaurantes, ascensores y estadios de béisbol, pero que
la inmensa soledad de los seres humanos produjera ese anhelo sin límites de ser
oído, y la consiguiente despreocupación de ser oído por personas ajenas ...
bueno, al haber vivido casi siempre en la era de la cabina telefónica, cuyas
recias puertas plegables podían cerrarse herméticamente, me impresionaba la
singularidad de todo aquello, y empecé a pensar en un relato en el que
Manhattan se ha convertido en una siniestra colectividad en la que todos espían
a todos, cada uno es perseguido y controlado por la persona que está al otro extremo
de su línea telefónica, a pesar de que, llamándose sin cesar unos a otros desde
donde quieren en el gran exterior, creen estar experimentando la máxima
libertad. Sabía que el mero hecho de concebir semejante panorama me incluía en
el grupo de los chiflados que, al comienzo de la industrialización, imaginaban
que la máquina era la enemiga de la vida. Sin embargo, no podía evitarlo: no
comprendía cómo nadie podía creer que seguía viviendo una existencia humana mientras
iba por ahí hablando por teléfono durante la mitad de su vida consciente. No,
aquellos artilugios no prometían ser de gran ayuda para fomentar la reflexión
entre el público general.
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