Eclipse, John Banville, p. 64
Hay placeres mejor definidos,
aunque no menos vergonzosos. Encontré un alijo de fotos obscenas arrojado en lo
alto del guardarropa de una de las habitaciones, sin duda abandonado por algún
viajante de comercio que se había alojado en la casa. Es un material antiguo,
fotografías pintadas a mano de cuadros del siglo pasado, del tamaño de una
postal, pero con mucho detalle, en colores crema, carmesí y rosa pétalo. Casi
todas son escenas orientales: un grupo de neumáticas esposas de un harén en un baño
turco toqueteándose entre sí; un moro con turbante haciéndoselo por detrás a
una chica arrodillada; un libertino desnudo en un sofá complacido por su
esclava negra. Las guardo bajo el colchón, de donde, con una excitación llena
de culpa, las saco, agarro mis almohadones y con un suspiro ahogado me hundo en
el interior de mis propios y vigorosos abrazos. Posteriormente siempre hay un
pequeño y triste hueco dentro de mí, que parece ser equivalente en volumen a lo
que he sacado, como si la expulsión hubiera creado un espacio que mi cuerpo no
sabe cómo llenar. Sin embargo, no es ningún anticlímax. Hay ocasiones, raras y
preciosas, en que, tras haber alcanzado esa huida salpicada de hipos, con las
fotos extendidas ante mí y los ojos como platos, experimento un instante de
desolado éxtasis que nada tiene que ver con lo que sucede en mi regazo, sino
que parece una síntesis de toda la ternura e intensidad que la vida puede
prometer. El otro día, en uno de esos momentos de inflamado gozo, mientras
jadeaba, echado, con la barbilla sobre el pecho, oí débilmente, a través de la quietud
de la tarde, el sonido remoto del coro de niños procedente del convento de
enfrente, y era como si los serafines cantaran.
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