Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 167
Compartimos Todos Tus Sueños. Una
Divina Comedia sin terminar habría sido más humana, y mucho más interesante. Un
montón de borradores y de hojas sueltas en un baúl, en el desván de una casa,
en la casa donde murió Dante. El baúl con los manuscritos de Fernando Pessoa.
Todas las carpetas que le confió Walter Benjamin al demente de Georges Bataille
cuando estaba a punto de salir huyendo de París. ¡La gran suerte de que Proust
no pudiera corregir por completo los últimos tomos de su novela! Los centenares
de hojas escritas con letra ilegible caídas a los pies de la cama y revueltas
con las mantas, las galeradas con añadiduras en los márgenes y papeles pegados,
y la pobre Céleste Albaret haciendo lo que podía para que todo aquello no se desordenara
por completo. Casi la misma suerte tuvo Pascal, o tuvimos nosotros, al morirse
sin escribir ese tratado de teología para el que iba tomando apuntes aquí y
allá. Imagine ese tratado macizo como un sepulcro en vez de los relámpagos y
los garabatos de los Pensamientos. ¿Aguanta usted las novelas de Camus? ¿Y esos
ensayos de filosofía pomposa? Pero abra los Carnets y no podrá dejar de
leerlos. Lea esa novela que dejó sin terminar y que llevaba en una maleta en el
coche en el que se mató. Deme lo inédito, lo póstumo, lo inacabado, lo
malogrado, lo medio perdido. Deme Billy Budd escrita a mano y después guardada
en un cajón del que Melville no la volvió a sacar nunca. Deme esas novelas
monstruosas que escribió Henry Roth en su casa remolque aparcada en el desierto
de Arizona para no publicarlas nunca. Cómo las iba a publicar si lo que contaba
en ellas era que él y su hermana habían sido amantes. Y este individuo allí,
sudando, delante de una mesa de camping, escribiendo a máquina, en el desierto,
como un ermitaño con nevera portátil, en calzoncillos, como si hubiera
sobrevivido a un apocalipsis nuclear.
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