Academia Zaratustra, Juan Bonilla, p. 31
Pactamos diez minutos de entrevista. Para beberme la jarra de
cerveza que me pusieron yo necesitaría al menos seis o siete horas, pero eso
daba igual. Él se bebió la suya en los diez minutos y luego me pidió que no lo
molestara más ni imprimiese su nombre en mi reportaje. La verdad es que aunque
hubiera querido no lo hubiera podido hacer porque tomó la precaución de no
decirme su nombre. Lo que me contó es más o menos esto: se metió en la Academia
Zaratustra porque un amigo que se había doctorado con una tesis sobre Nietzsche
le habló de ella, visitó la sede de la Academia, solicitó información, le
fascinaron los propósitos allí expresados y pidió el ingreso; los camellos
tienen tres asignaturas (la muerte de Dios, la estupidez de la moral del
hombre, música), los leones dos (la voluntad de poder, los territorios del
Superhombre), los niños una (creación de nuevos valores); hasta el momento lo más
intenso que le bahía pasado sucedió la madrugada de un sábado, fueron a las
afueras a escuchar música, tomaron éxtasis, vieron las estrellas, sintieron una
grata comunión con el cosmos, una inalterable certeza de ser eternos, la
imposibilidad de que no rigiera nuestro destino un dios que no supiese bailar,
ya que Nietzsche afirmaba por boca de su Mesías que «Hablar mucho de uno mismo
es una manera de ocultarse»; a los camellos les hacían hablar mucho de ellos
mismos y se ridiculizaban unos a otros para limpiarse de orgullo banal;
estudiaba, además de en la Academia, en la Facultad de Medicina -todos los
alumnos de la Academia estudian otra cosa, filosofía sobre todo-; en su clase
había diez alumnos, en la de los leones seis, cuatro en la de los niños; tenían
clase lunes, miércoles y viernes, una falta no justificada significaba la
expulsión.
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