El dolor de los demás, MA Hernández, p. 161
Me reconocí en esas páginas. Su
lectura me condujo directamente hacia los años en que la religión también había
sido para mí el nodo central en torno al que giraba la vida. Hace ya bastante
tiempo que logré distanciarme, pero no puedo entender mi infancia y mi
adolescencia sin la presencia constante de la Iglesia. Como Carrere, hubo un
tiempo en que la religión fue el eje de mi existencia.
Sin embargo, a diferencia de él,
yo nunca tuve fe ni fui un devoto. Al menos no con la intensidad que él
describe en su libro. Para mí todo aquello no era más que una rutina, una
inercia de la que no sabía muy bien cómo escapar. Los años de monaguillo, la
misa semanal, las confesiones, las lecturas de los domingos, los viacrucis, las
catequesis, las reuniones con el párroco, las visitas al convento ... Nunca llegué
a creérmelo del todo. ¿Por qué lo hacía, entonces? Me lo he preguntado muchas
veces y creo que al final he logrado dar con una respuesta. Lo hacía por lo
mismo que he hecho muchas cosas en esta vida: por compromiso. Por una especie
de deber adquirido del que no sabía cómo salir. Porque se suponía que eso era
lo que me correspondía hacer en ese momento y no tenía el coraje de negarme. Por
no decepcionar a mi madre o a mi hermano. Porque era más fácil seguir
haciéndolo que decir que no. Por eso fui monaguillo hasta los catorce años y
acudí a misa todas las semanas hasta pasados los veinticinco, por eso hice la
confirmación y me casé por la Iglesia, y por eso aún siento cierta culpabilidad
cuando oigo las campanas sonar los domingos por la mañana y me quedo durmiendo en
la cama. Porque la Iglesia está dentro de mí. La Iglesia y todo lo que
representa. La culpa, el pecado, los prejuicios. También algunas cosas buenas.
La caridad, la responsabilidad, el sacrificio, la piedad. Supongo que uno nunca
deja de ser cristiano, aunque deje de creer, o incluso aunque nunca haya sido
devoto. La Iglesia camina sobre nosotros y da forma a nuestra subjetividad. Se
queda ahí para siempre, como un virus residente.
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