John Banville, Eclipse, p. 52
Yo estuve presente en el parto.
Sí, fui muy progre; me encantaba todo ese tipo de cosas; fue otra
representación, desde luego, por dentro aquel sangriento espectáculo me
horrorizaba. Cuando la criatura salió por fin, yo me hallaba en una especie de
aturdimiento, y no sabía adónde mirar. Me pusieron a la criatura en brazos
antes de haberla lavado. Qué ligera era, y, sin embargo, vaya peso. Un médico
que llevaba unas botas de goma verdes y ensangrentadas habló conmigo, pero no
entendí lo que me decía; las enfermeras eran enérgicas y altivas. Cuando me
quitaron a Cass me pareció oír el chasquido de un cordón umbilical, del cual yo
me había despojado poco a poco cortándolo .. La llevamos a casa en un cesto,
como un objeto preciadísimo que hubiésemos comprado y nos muriésemos de ganas
de desenvolver. Era invierno, y el aire tenía un matiz alpino. Recuerdo la
pálida luz del sol en el aparcamiento -Lydia
parpadeaba como un preso al que· sacaran de las mazmorras- y la brisa fresca y
aromática que bajaba de las altas colinas que había detrás del hospital, y que
del bebé solo se veía una mancha de un vago color rosa por encima de una sábana
de raso. Cuando llegamos a casa, no teníamos cuna para la niña, y tuvimos que
colocarla en el cajón superior de la cómoda de nuestro dormitorio. Casi no
podía dormir por- miedo a levantarme por la noche, y, olvidándome de que estaba
allí, cerrar el cajón de un golpe. En el techo aparecían triángulos de luz
acuosa formados por los faros de los coches que pasaban, que enseguida eran
elegantemente doblados y desaparecían, como los abanicos de las señoras, en el
cajón donde la niña dormía. Le pusimos un apodo, ¿cuál era? Erizo, creo; sí,
ese era, a causa de los pequeños resoplidos que daba. Días hermosos, de
apariencia inocente, tal como se dibujan en mi memoria, aunque siempre se
formaban nubes en el horizonte.
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