Academia Zaratustra, Juan Bonilla, p. 22
La lectura de los diarios
clínicos redactados durante las estancias de Nietzsche en los manicomios de
Basilea y Jena nos sobrecogen no solo como lo haría cualquier lectura parecida en
la que de manera telegráfica se nos detallase por medio de anécdotas
lamentables el proceso de descomposición de la cordura de cualquier persona,
sino también como signo definitivo de la derrota sin paliativos, el
desmoronamiento brutal de alguien que creyó haberle propuesto al mundo una
salvación sin obtener a cambio otra cosa que su propia destrucción.
Leemos en los diarios clínicos de
Nietzsche que se embadurnaba con sus propios excrementos, que se bebía su
orina, que se creía emperador o aseguraba que él iba a gobernar el mundo o
prometía a los demás pacientes del sanatorio que al día siguiente iba a
proporcionarles una mañana de clima magnífico, y tratamos de relacionar a ese
pobre enfermo con el hombre impetuoso que escribió «Solo amo lo que ha sido
escrito con sangre», el que nos aleccionaba para que no admitiéramos nunca una
verdad que no viniese acompañada por lo menos de una alegría (de una carcajada
según otras traducciones), el que se confesaba incapaz de creer en ningún dios
que no supiese bailar, el que decretó en fin la muerte de Dios y se esperanzaba
con el advenimiento de una nueva criatura que fuera para el hombre lo que el
hombre era para el mono.
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