El dolor de los demás, MA Hernández, p. 140
En el camino de vuelta decidimos
pasar por Belchite Viejo, el pueblo que Franco había dejado en ruinas para
hacer visible la barbarie del bando republicano. En mi libro sobre Walter Benjamin
y el arte contemporáneo había dedicado unas páginas a estudiar los diferentes proyectos artísticos
que el artista catalán Francesc Torres había realizado sobre ese territorio de escombros
y llevaba tiempo queriendo visitarlo. Me resultaban excepcionales y sugerentes
sobre todo las fotografías que había tomado a finales de los ochenta, poco
tiempo después de que Terry Gilliam rodará alli Las aventuras del barón
Münchausen. En ellas podian verse los restos del rodaje mezclados con los
vestigios de la destrucción real. Dos ruinas entrelazadas. También dos
escenarios. Porque mantener el pueblo derruido como representación de la
barbarie no era otra cosa que convertirlo en un escenario. Y mostrar, como
había hecho Francesc Torres, las dos ruinas confundidas en un mismo espacio
enfatizaba precisamente ese sentido de representación del mundo en el que
historia, política y cine van de la mano.
Los restos del rodaje ya no
estaban en las calles de Belchite Viejo. Pero el pueblo seguía pareciendo una
imagen, una postal, un plató de la destrucción. Sin haberlo planificado, llegamos
justo a la hora de la visita guiada. Lo que nos contó la chica que hacía de
guía nos dejó helados. En realidad, el pueblo era un cementerio. Muchos de los
cadáveres estaban sepultados en una gran fosa común en la que solo figuraban
los nombres de los héroes de la patria, el ejército nacional; los otros muertos
no necesitaban nombre.
Mientras volvíamos a Murcia,
Raquel buscó en internet el programa especial de Cuarto Milenio sobre Belchite
y conectamos el móvil a los altavoces del coche. Pudimos oír las psicofonías de
las bombas cayendo, la voz de los niños del coro cantando, los sucesos
paranormales que según los investigadores se sucedían constantemente en aquel
paraje. “Una energía perturbadora” y “una fuerza maligna» que uno podía
percibir al caminar por las calles y adentrarse en los edificios derruidos.
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