Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 307
I Am Full with a Thousand Souls. Hay una
invisibilidad en Herman Melville, un no encontrarse o no reconocerse en otros transeúntes
que sin duda se cruzarían con él por la ciudad, en los ámbitos restringidos de
las reuniones literarias, las librerías, los cafés. Tuvo que cruzarse con Walt
Whitman, que era su exacto contemporáneo. Cuando Melville publicó su primer
libro, Whitman escribió una reseña favorable en un periódico de Brooklyn.
Melville leía a Poe, y los dos frecuentaban la misma librería en Nueva York, y
tenían amistad con el librero. Pero no llegaron a encontrarse, o si se vieron o
se cruzaban por la calle con la familiaridad de los desconocidos habituales, no
puede saberse. Melville andaba rápido y a grandes zancadas. Decía que Broadway
era un Mississippi a través de Manhattan. En Londres, en 1850, Melville pasaba
los días explorando callejones y patios, cafés, librerías, teatros, calles
dudosas en las que no se habría internado si no viajara solo, con mujeres en
las esquinas, ofreciéndose, bajo las farolas de gas. De Quincey todavía estaba vivo.
Es muy probable que Melville hubiera leído las Confesiones de De Quincey, y
también «El hombre de la multitud» de Poe. Melville tomaba notas rápidas en su
diario de viaje. En su imaginación ya estaría cobrando forma Moby-Dick, ya
entrevería como un sueño o un recuerdo los primeros episodios, la primera noche
de Ishmael en New Bedford. Uno de esos días de Londres se deja llevar por una
multitud festiva que marcha desbordando la calle. En un momento dado descubre,
cuando ya no puede hacerse a un lado ni volver sobre sus pasos, que toda esa
comitiva se dírige a presenciar un ahorcamiento público. “La multitud brutal”,
escribe con asco en su cuaderno. Hay otro testigo ese día, igual de asqueado,
en otro punto de la misma multitud: Charles Dickens. Dickens y Melville, los
dos entre ese gentío movedizo Y ávido de crueldad, tan cerca el uno del otro,
sin saberlo.
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