Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 953. EL DOLOR DE LOS DEMAS / MA HERNANDEZ

Han entrado en la casa de la Rosario, dice tu padre desde la habitación de al lado, han matado a la Rosi y se han llevado al Nicolás.
Es lo primero que oyes. La voz que te despierta. La frase que ya nunca podrás olvidar.
Por un momento, prefieres pensar que forma parte de un sueño y permaneces inmóvil bajo las sábanas. Son las cinco de la madrugada y apenas has conseguido dormir. La cena de Nochebuena no te sentó bien y llevas varias horas dando vueltas en la cama.
Han matado a la Rosi y se han llevado al Nicolás, escuchas ahora a tu padre decir con total claridad.
Es entonces cuando abres los ojos y, sin entender todavía nada, saltas de la cama, te vistes con lo primero que encuentras y sales corriendo hacia la sala de estar.
Tu madre, en camisón junto al árbol de Navidad, te mira y comienza a llorar.
Los críos de la Rosario ... , consigue decir.
¿Qué ha pasado?, preguntas.

Algo muy feo, contesta, algo feo, hijo. Y se lleva las manos a la cara para ocultar las lágrimas.

BELCHITE

El dolor de los demás, MA Hernández, p. 140
En el camino de vuelta decidimos pasar por Belchite Viejo, el pueblo que Franco había dejado en ruinas para hacer visible la barbarie del bando republicano. En mi libro sobre Walter Benjamin y el arte contemporáneo había dedicado unas páginas  a estudiar los diferentes proyectos artísticos que el artista catalán Francesc Torres había realizado sobre ese territorio de escombros y llevaba tiempo queriendo visitarlo. Me resultaban excepcionales y sugerentes sobre todo las fotografías que había tomado a finales de los ochenta, poco tiempo después de que Terry Gilliam rodará alli Las aventuras del barón Münchausen. En ellas podian verse los restos del rodaje mezclados con los vestigios de la destrucción real. Dos ruinas entrelazadas. También dos escenarios. Porque mantener el pueblo derruido como representación de la barbarie no era otra cosa que convertirlo en un escenario. Y mostrar, como había hecho Francesc Torres, las dos ruinas confundidas en un mismo espacio enfatizaba precisamente ese sentido de representación del mundo en el que historia, política y cine van de la mano.
Los restos del rodaje ya no estaban en las calles de Belchite Viejo. Pero el pueblo seguía pareciendo una imagen, una postal, un plató de la destrucción. Sin haberlo planificado, llegamos justo a la hora de la visita guiada. Lo que nos contó la chica que hacía de guía nos dejó helados. En realidad, el pueblo era un cementerio. Muchos de los cadáveres estaban sepultados en una gran fosa común en la que solo figuraban los nombres de los héroes de la patria, el ejército nacional; los otros muertos no necesitaban nombre.

Mientras volvíamos a Murcia, Raquel buscó en internet el programa especial de Cuarto Milenio sobre Belchite y conectamos el móvil a los altavoces del coche. Pudimos oír las psicofonías de las bombas cayendo, la voz de los niños del coro cantando, los sucesos paranormales que según los investigadores se sucedían constantemente en aquel paraje. “Una energía perturbadora” y “una fuerza maligna» que uno podía percibir al caminar por las calles y adentrarse en los edificios derruidos.

DE LA RELIGION

El dolor de los demás, MA Hernández, p. 161
Me reconocí en esas páginas. Su lectura me condujo directamente hacia los años en que la religión también había sido para mí el nodo central en torno al que giraba la vida. Hace ya bastante tiempo que logré distanciarme, pero no puedo entender mi infancia y mi adolescencia sin la presencia constante de la Iglesia. Como Carrere, hubo un tiempo en que la religión fue el eje de mi existencia.

Sin embargo, a diferencia de él, yo nunca tuve fe ni fui un devoto. Al menos no con la intensidad que él describe en su libro. Para mí todo aquello no era más que una rutina, una inercia de la que no sabía muy bien cómo escapar. Los años de monaguillo, la misa semanal, las confesiones, las lecturas de los domingos, los viacrucis, las catequesis, las reuniones con el párroco, las visitas al convento ... Nunca llegué a creérmelo del todo. ¿Por qué lo hacía, entonces? Me lo he preguntado muchas veces y creo que al final he logrado dar con una respuesta. Lo hacía por lo mismo que he hecho muchas cosas en esta vida: por compromiso. Por una especie de deber adquirido del que no sabía cómo salir. Porque se suponía que eso era lo que me correspondía hacer en ese momento y no tenía el coraje de negarme. Por no decepcionar a mi madre o a mi hermano. Porque era más fácil seguir haciéndolo que decir que no. Por eso fui monaguillo hasta los catorce años y acudí a misa todas las semanas hasta pasados los veinticinco, por eso hice la confirmación y me casé por la Iglesia, y por eso aún siento cierta culpabilidad cuando oigo las campanas sonar los domingos por la mañana y me quedo durmiendo en la cama. Porque la Iglesia está dentro de mí. La Iglesia y todo lo que representa. La culpa, el pecado, los prejuicios. También algunas cosas buenas. La caridad, la responsabilidad, el sacrificio, la piedad. Supongo que uno nunca deja de ser cristiano, aunque deje de creer, o incluso aunque nunca haya sido devoto. La Iglesia camina sobre nosotros y da forma a nuestra subjetividad. Se queda ahí para siempre, como un virus residente.

UNA MADRE

El dolor de los demás MA Hernández, p. 124
Y es posible que algo de eso hubiera. Pero quizá no en el sentido en que nosotros lo habíamos creído. Lo he pensado mucho después y cada vez lo tengo más claro: la depresión de mi madre era una manera inconsciente de atraer nuestra atención porque requería ser cuidada, porque necesitaba por un momento dejar de ser la esclava de todos. Había dedicado su vida entera a servir a los demás. Se encargó de sus tíos mayores. Después, de sus hijos. Y luego, de su marido. N o salió de la casa de la huerta ni siquiera cuando mi padre tuvo que marcharse a trabajar a Alicante durante varios años. Siempre he creído que debería haberlo acompañado y haber formado un hogar allí. Una pareja joven, con dos hijos recién nacidos. Toda una vida por delante. Pero mi madre se quedó en la huerta, cuidando de sus hijos, de sus tíos solteros, de la casa, de su historia, prisionera de un modo de vida que hundía sus raíces en el pasado.
Es posible que eso fuera lo que al final acabó pasando factura, toda esa vida dedicada a los otros, todos los años de confinamiento en aquel espacio, toda la frustración, toda la felicidad perdida, la melancolía acumulada, que regresó tiempo después bajo la forma de la depresión.
-Tiene tristeza -comentó la curandera el día que desconfiarnos de los médicos y decidimos probar otros remedios.
Ahora lo pienso y creo que estaba en lo cierto. En el fondo no era otra cosa. Tristeza.
Y con esa tristeza que ya nunca se fue del todo mi madre se encargó de los últimos años de la Nena, de vestirla, de darle de comer, de cambiarle los pañales, de estar en todo momento pendiente de ella, de no salir siquiera a la calle para no dejarla sola, hasta el día en que murió. En menos de seis meses llegó la trombosis de mi padre y lo dejó prácticamente inmovilizado. Lo sentamos entonces en el mismo sillón-mecedora que había ocupado la Nena, y mi madre cuidó de él. Lo vistió, le dio de comer, le cambió los pañales y no lo dejó un momento a solas. Parecía que todo se repetía. Hasta que un día ese bucle también acabó girando sobre ella.
Conservo aún el vídeo que por casualidad grabé la tarde antes del ictus. Yo estaba en la habitación que había construido en una esquina del patio para aislarme de todo y ella entró para decirme que la cena estaba preparada. Tenía el rostro algo demacrado, los ojos hundidos, y apenas le salía la voz del cuerpo.
Recuerdo perfectamente la conversación.
-Qué mala cara tienes, mamá.

-Estoy triste, hijo. No puedo más.

DE LOS MOVILES

Sale el espectro, Philip Roth, p. 65
¿Qué me sorprendió más durante los primeros días, cuando paseaba por la ciudad? Lo más evidente: los teléfonos móviles. En mi montaña aún no temamos cobertura, y en Athena, donde sí la hay, no solía ver a nadie que caminara por la calle hablando por teléfono desinhibidamente. Recordaba una Nueva York donde las únicas personas que iban por Broadway hablando al parecer consigo mismas estaban locas. ¿Qué había sucedido en aquellos diez años para que de repente hubiera tanto que decir, hubiera tanto tan apremiante que no pudiera esperar para ser dicho? Por dondequiera que anduviese, alguien se me acercaba hablando por teléfono y alguien hablaba detrás de mi por teléfono. Dentro de los coches, los conductores hablaban por teléfono. Cuando tomaba un taxi, el chófer hablaba por teléfono. Un hombre como yo, que con frecuencia se pasaba varios dias sin hablar con nadie, tenía que preguntarse qué era lo que antes había retenido a la gente y que ya no existía, haciendo que la conversación incesante por teléfono fuese preferible a pasear sin ser controlado por nadie, momentáneamente solitario, asimilando las calles a través de tus sentidos animales y abandonándote a la miríada de pensamientos que inspiran las actividades de una ciudad. mi aquello daba un aire cómico a las calles y ridículo a la gente. Y, sin embargo, también parecía una auténtica tragedia. Erradicar la experiencia de la separación debe de tener inevitablemente un efecto dramático. ¿Cuál será la consecuencia? Sabes que puedes ponerte en contacto con la otra persona en cualquier momento y, si no puedes, te impacientas, te impacientas y te enfadas como un estúpido diosecillo. Yo comprendía que el silencio de fondo había sido abolido mucho tiempo atrás en restaurantes, ascensores y estadios de béisbol, pero que la inmensa soledad de los seres humanos produjera ese anhelo sin límites de ser oído, y la consiguiente despreocupación de ser oído por personas ajenas ... bueno, al haber vivido casi siempre en la era de la cabina telefónica, cuyas recias puertas plegables podían cerrarse herméticamente, me impresionaba la singularidad de todo aquello, y empecé a pensar en un relato en el que Manhattan se ha convertido en una siniestra colectividad en la que todos espían a todos, cada uno es perseguido y controlado por la persona que está al otro extremo de su línea telefónica, a pesar de que, llamándose sin cesar unos a otros desde donde quieren en el gran exterior, creen estar experimentando la máxima libertad. Sabía que el mero hecho de concebir semejante panorama me incluía en el grupo de los chiflados que, al comienzo de la industrialización, imaginaban que la máquina era la enemiga de la vida. Sin embargo, no podía evitarlo: no comprendía cómo nadie podía creer que seguía viviendo una existencia humana mientras iba por ahí hablando por teléfono durante la mitad de su vida consciente. No, aquellos artilugios no prometían ser de gran ayuda para fomentar la reflexión entre el público general.

INCIPIT 952. SALE EL ESPECTRO / PHILIP ROTH

EL MOMENTO PRESENTE
No había estado en Nueva York desde hacía once años. Aparte de una estancia en Boston para que me extirparan la próstata cancerosa, apenas me había alejado de mí carretera rural de montaña en los Berkshires durante esos once años, y lo que es más, pocas veces había leído un periódico ni escuchado las noticias desde el 11 de septiembre, tres años atrás; sin ninguna sensación de pérdida (tan solo, al comienzo, una especie de sequía en mí interior), había dejado de habitar no solo el gran mundo, sino también el momento presente. Mucho tiempo atrás había aniquilado el impulso de estar en él y formar parte de él.

Pero ahora había conducido los más de doscientos kilómetros en dirección sur hasta Manhattan para ver a un urólogo del hospital Mount Sinai especializado en un procedimiento quirúrgico para ayudar a hombres como yo, incontinentes tras haber sido operados de la próstata. Mediante un catéter inserto en la uretra, inyectaba una forma gelatinosa de colágeno en el lugar en que el cuello de la vejiga se une a la uretra, y de este modo lograba una notable mejora en el cincuenta por ciento de sus pacientes. No eran unas grandes expectativas, sobre todo cuando “una notable mejora” solo significaba el alivio parcial de los síntomas, reduciendo la incontinencia severa a incontinencia moderada, o la moderada a ligera.

INCIPIT 950. UNA VIDA EN PALABRAS / PAUL AUSTER

Aclarando las cosas
lBS: En su última novela, Sunset Park, uno de los personajes, Morris Heller, anota en su diario: “Los escritores nunca deberían hablar con los periodistas. La entrevista es una forma literaria degradada que no sirve de nada salvo para simplificar lo que jamás debe simplificarse”. Si está de acuerdo con las observaciones de Heller -y no hay razón para pensar que no lo está-, ¿por qué aceptado entablar una conversación que, al menos en medida, adoptará la forma de entrevista?

PA: Heller se refería a esas entrevistas breves y superficiales  a que se someten los escritores para complacer a sus editores, en periódicos y revistas, en la radio, la televisión e internet: los denominados medios de comunicación generalistas. Tales conversaciones están  inevitablemente relacionadas con el comercio, la promoción de libros. Menos mal que usted no es periodista. Es una lectora seria, catedrática de Literatura, y cuando me propuso que acometiéramos juntos este proyecto, que usted describió como una “biografía de mi obra”, sentí intrigado. Indeciso también, desde luego, pero intrigado.

DIVORCIO

Elegía, Philip Roth, p. 102
Solo tuvo que pronunciar el nombre de Cecilia para evocar al instante las diatribas vengativas que les soltaba a sus padres su primera esposa, la cual, quince años después, para su horror, resultaba no haber sido tan solo la Cecilia abandonada sino su Casandra: «¡Siento lástima por esa pequeña señorita Muffet de la canción de la araña que ocupa mi lugar ... ¡de veras me da pena esa pequeña y repugnante zorra cuáquera!”

-Es posible sobrellevarlo todo -le estaba diciendo Phoebe-, aunque haya habido una violación de la confianza, si esta es reconocida. Entonces la pareja se relaciona de una manera diferente, pero pueden seguir juntos. En cambio, mentir ... la mentira es una forma de control rastrera y despreciable sobre la otra persona. Es ver cómo actúa el otro basándose en una información incompleta ... en otras palabras, humillándose. Mentir es algo muy corriente y, sin embargo, cuando eres tú quien recibe la mentira resulta algo increíble. Las personas a las que los embusteros traicionáis soportan una creciente lista de denigraciones hasta que, sin poder evitarlo, bajan puntos en vuestra estima, ¿no es cierto? Estoy segura de que los embusteros tan hábiles, persistentes y taimados como tú llegan a un punto en que es la persona a la que mentís y no vosotros quien tiene serias limitaciones. Probablemente ni siquiera crees que estás mintiendo, lo consideras un acto de amabilidad, para no herir los sentimientos de tu pobre pareja sin sexo. Probablemente crees que mentir es una virtud, un acto de generosidad hacia la bobalicona que te quiere. O tal vez sea solo eso: una puñetera mentira, una puñetera mentira tras otra. En fin, ¿para qué seguir?, todos estos episodios son bien conocidos -dijo-. El hombre pierde la pasión en el matrimonio y no puede vivir sin ella. La mujer es pragmática. La mujer es realista. Sí, la pasión ha desaparecido, ella es mayor y distinta a la que era, pero le basta con tener el afecto físico, tan solo estar con él en la cama, los dos abrazados. El afecto físico, la ternura, la camaradería, la intimidad ... Pero él no puede aceptarlo, porque es un hombre incapaz de vivir sin la pasión. Pues bien, ahora vas a vivir sin eso, amigo mio, ahora te hartarás de vivir sin eso. ¡Vas a descubrir qué es vivir sin eso! Ah ... aléjate de mi, por favor. No puedo soportar el papel a que me has reducido. ¡La patética esposa de mediana edad, amargada por el rechazo, consumida por unos celos que la corroen! ¡Demencial! ¡Repugnante! Te detesto por eso más que por cualquier otra cosa. Márchate, sal de esta casa. ¡No soporto verte con esa expresión de buen chico en tu cara de sátiro! ¡Nunca tendrás mi absolución, jamás! ¡No voy a permitir que sigas jugando conmigo! ¡Vete, por favor! ¡Déjame en paz!

PADRE E HIJOS

Elegía, Philip Roth, p 77
Cuando huyó de Nueva York, eligió la costa como su nuevo hogar porque siempre le había encantado bañarse en el mar y luchar contra las olas, y porque estaba felizmente asociado a aquel sector de la costa de Jersey debido a su infancia, y porque, aunque Nancy no estuviera con él, tan solo se encontraba a una hora de distancia, y porque vivir en un entorno relajante y confortable sin duda sería beneficioso para su salud. Aparte de su hija, no había ninguna mujer en su vida. Ella nunca dejaba de llamarle antes de salir por la mañana hacia el trabajo, pero, por lo demás, el teléfono casi nunca sonaba. Ya no buscaba el afecto de los hijos habidos de su primer matrimonio; tanto ellos como su madre sostenían que nunca había hecho lo correcto, y ofrecer resistencia a la constante reiteración de esas acusaciones y a la versión que daban sus hijos de la historia familiar requeriría un grado de combatividad que había desaparecido de su arsenal. La combatividad había sido sustituida por una enorme tristeza. Si, en la soledad de sus largas noches, cedía a la tentación de llamar a uno u otro de ellos, luego siempre se sentía entristecido, entristecido y derrotado.

Randy y Lonny eran los que le hacían sentirse más culpable, pero no podía seguir dándoles explicaciones acerca de su comportamiento. Lo había intentado a menudo cuando eran jóvenes, pero entonces eran demasiado jóvenes y estaban demasiado furiosos para comprender, y ahora eran demasiado mayores y estaban demasiado furiosos para comprender. ¿Y qué era lo que debían comprender? A él le resultaba inexplicable la emoción con que seguían insistiendo gravemente en condenarlo. Él actuó de la manera en que lo hízo del mismo modo que ellos actuaban de la manera en que lo hacían. ¿Era acaso más perdonable su firme postura de negar el perdón? ¿O a todos los efectos menos dañina? Él era uno más entre los millones de norteamericanos cuyo divorcio había destrozado una familia. Pero ¿había pegado a su madre? ¿Los había maltratado a ellos? ¿Había dejado de mantener a su madre o a ellos? ¿Alguno de ellos había tenido que rogarle alguna vez que le prestara dinero? ¿Había mostrado excesiva severidad en alguna ocasión? ¿No había hecho todos los intentos posibles de acercamiento? ¿Qué era lo que podría haber evitado? ¿Qué podría haber hecho de un modo diferente para que todo fuera más aceptable por parte de ellos, salvo lo único que no podía hacer, que era seguir casado y vivir con su madre? O lo comprendían o no, y tristemente para él (y para ellos), no lo comprendían. Tampoco podrían entender jamás que él había perdido la misma familia que ellos. Y sin duda había cosas que él seguía sin comprender. Y eso no era menos triste. Nadie podría decir que no le embargaran la suficiente tristeza ni el remordimiento para incitar la fuga de preguntas con las que trataba de defender la historia de su vida.

ALTOS ESTUDIOS

Altos estudios eclesiásticos, Sánchez Ferlosio, p. 27
Y así, por todas partes se observan los efectos de semejante proceder: junto al enorme prestigio de la Ciencia -beaterio tan fideísta como incondicional- pueden reconocerse en la actitud de jóvenes y adultos hacia sus pompas y sus obras las huellas de una niñez manipulada y perpetuada, manifiestas en las más ñoñas y acientíficas tendencias infantiles -llamando así no a inclinación alguna que los niños definan por su presunta esencia, sino a la configurada por el triste papel que se les quiere a todo trance hacer representar. Pues ¿en qué otro capítulo habría de inscribirse el entusiasmo por las desmelenadas invenciones de la ciencia-ficción?, ¿qué son éstas sino una visionaria y agonística inversión del escéptico, lúcido, prudente -y no por eso exento de pasión- espíritu científico? La necia superchería de los platillos volantes -ampliamente acreditada con documentos fotográficos- es buen índice de la puerilidad interpretativa que domina en la colectividad, y pone de manifiesto hasta qué punto el persistente furor por escamotear la imagen de lo extraño acaba por hacer que, cuando se lo pretende imaginar, la fantasía ya no tenga más recurso para ello que el de un mero desplazamiento de lugar, que el de una simple trasposición antropomórfica; lo nuevo, lo posible, lo distinto, tan sólo le es concebible en otro sitio, al par que guarda el mismísimo rostro de lo dado. La falta de respeto y de sorpresa hacia lo nuevo, el afán por echarle anticipadamente la red de lo familiar y estatuido “alunizar”, la sordidez, la sesuda tristeza burocrática ante el cosmos, por parte de la técnica oficial -con ese ambiente paleto y jactancioso al mismo tiempo, como de chiste de marcianos, en que se circunscribe-, descorazonan de todos los portentos. ¿Qué ilusión nos podría quedar por ellos y por las novedades que pueden ser capaces de alcanzar, si al propio tiempo vemos que previsoramente ya se está elaborando para ellos un “derecho espacial”? Por lo demás, esta actitud tampoco es nada nuevo: también América, sin haber sido descubierta, salió de las Capitulaciones de Santa Fe ya empaquetada, inventariada, amojonada e inscrita en el catastro de doña Isabel; y, por cierto, también aquella vez el triste allanamiento tomaba su ocasión de una mezquina rivalidad entre dos estados, que eran, en aquel caso, Castilla y Portugal.

ALTOS ESTUDIOS ECLESIASTICOS

La forja de un plumífero, Ferlosio
Tras escribir El  Jarama -entre octubre de 1954 y marzo de 1955-, agarré la Teoría del lenguaje, de Karl Bühler, y me sumergí en la gramática y en la anfetamina. Cuando un clérigo da lugar a algún escándalo, la discretísima Iglesia católica, experta en tales trances, lo retira rápidamente de la circulación, y al que pregunta por él, tras haber advertido su ausencia, se le contesta indefectiblemente: «Oh, el padre Ramoneda se ha recogido para dedicarse a altos estudios eclesiásticos»; a mí no me hizo falta ningún obispo que me retirase, sino que me bastó con el inmenso genio de Karl Bühler y la irresistible sugestión teórica y expositiva de su obra -y quizá algo de horror o repugnancia por el grotesco papelón del literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza- para retirarme de la circulación y consagrarme a “altos (o bajos) estudios gramaticales” durante quince años.

INCIPIT 949. ELEGIA / PHILIP ROTH

Alrededor de la tumba, en el ruinoso cementerio, estaban algunos de sus antiguos colegas publicitarios de Nueva York, que recordaron su energía y su originalidad y le dijeron a su hija, Nancy, que trabajar con él había sido un gran placer. Varios de los presentes habían viajado desde Starfish Beach, el complejo residencial para jubilados en la costa de Jersey donde él había vivido desde la festividad de Acción de Gracias de 2001; eran los ancianos a los que recientemente había dado clases de pintura. Y estaban sus dos hijos, Randy y Lonny, hombres de mediana edad nacidos de su turbulento primer matrimonio que, muy apegados a su madre, poco sabían de él que fuese digno de elogio y mucho de espantoso, y que habían acudido tan solo por sentido del deber. Su hermano mayor, Howie, y su cuñada habían viajado en avión desde Calífornia la noche anterior, y también estaba presente una de sus tres ex esposas, la de en medio, la madre de Nancy, Phoebe, una mujer alta, muy delgada y canosa, cuyo brazo derecho le pendía flácido al costado. Cuando Nancy le preguntó si quería decir algo, Phoebe sacudió tímidamente la cabeza, pero de todos modos habló en voz queda, con cierta dificultad.

-Cuesta tanto de creer ... Sigo pensando en él nadando en la bahía ... eso es todo. Sigo viéndolo cruzando a nado la bahía.

INCIPIT 948. EL ULTIMO SAMURAI / HELEN DEWITT

El padre de mi padre era un pastor metodista. Era un hombre alto, apuesto y de noble aspecto; tenía una voz hermosa y grave. Mi padre era un ferviente ateo y admirador de Clarence Darrow. Se saltaba cursos igual que otros chicos se saltan las clases, daba conferencias a los feligreses de mi abuelo sobre el carbono 14 y el origen de las especies, y consiguió una beca para Harvard a la edad de 15 años.
Le llevó la carta de Harvard a su padre.
Algo asomó a los hermosos ojos de mi abuelo. Algo habló con su hermosa voz y dijo:
Es justo darle una oportunidad a la otra parte.
¿Qué quieres decir?, preguntó mi padre.
Lo que quería decir era que mi padre no debía rechazar a Dios por el laicismo solo porque ganaba discusiones a personas iletradas. Debía estudiar teología y darle una oportunidad a la otra parte; si al final seguía teniendo la misma opinión, con 19 años seguiría teniendo una edad perfecta para ir a otra universidad.
Mi padre, corno ateo y darvinista, tenía un sentido del honor muy delicado y no pudo rechazar aquella petición. Presentó solicitud de ingreso en varios seminarios y todos menos tres lo rechazaron de entrada por ser demasiado joven. Los otros tres lo citaron para una entrevista.
El primero era un seminario de gran prestigio y a mi padre lo entrevistó el director debido a su juventud.
Es usted muy joven, le dijo aquel hombre. ¿Es posible que quiera ser pastor porque lo es su padre?

Mi padre contestó que no quería ser pastor, sino darle una oportunidad a la otra parte, y le habló del carbono 14. El sacerdocio es una vocación, dijo aquel hombre, y los estudios que ofrecernos están destinados a personas que sienten esa vocación.

MELVILLE

Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 307
I Am Full with a Thousand Souls. Hay una invisibilidad en Herman Melville, un no encontrarse o no reconocerse en otros transeúntes que sin duda se cruzarían con él por la ciudad, en los ámbitos restringidos de las reuniones literarias, las librerías, los cafés. Tuvo que cruzarse con Walt Whitman, que era su exacto contemporáneo. Cuando Melville publicó su primer libro, Whitman escribió una reseña favorable en un periódico de Brooklyn. Melville leía a Poe, y los dos frecuentaban la misma librería en Nueva York, y tenían amistad con el librero. Pero no llegaron a encontrarse, o si se vieron o se cruzaban por la calle con la familiaridad de los desconocidos habituales, no puede saberse. Melville andaba rápido y a grandes zancadas. Decía que Broadway era un Mississippi a través de Manhattan. En Londres, en 1850, Melville pasaba los días explorando callejones y patios, cafés, librerías, teatros, calles dudosas en las que no se habría internado si no viajara solo, con mujeres en las esquinas, ofreciéndose, bajo las farolas de gas. De Quincey todavía estaba vivo. Es muy probable que Melville hubiera leído las Confesiones de De Quincey, y también «El hombre de la multitud» de Poe. Melville tomaba notas rápidas en su diario de viaje. En su imaginación ya estaría cobrando forma Moby-Dick, ya entrevería como un sueño o un recuerdo los primeros episodios, la primera noche de Ishmael en New Bedford. Uno de esos días de Londres se deja llevar por una multitud festiva que marcha desbordando la calle. En un momento dado descubre, cuando ya no puede hacerse a un lado ni volver sobre sus pasos, que toda esa comitiva se dírige a presenciar un ahorcamiento público. “La multitud brutal”, escribe con asco en su cuaderno. Hay otro testigo ese día, igual de asqueado, en otro punto de la misma multitud: Charles Dickens. Dickens y Melville, los dos entre ese gentío movedizo Y ávido de crueldad, tan cerca el uno del otro, sin saberlo. 

MAS FAMOSOS


Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 167
Compartimos Todos Tus Sueños. Una Divina Comedia sin terminar habría sido más humana, y mucho más interesante. Un montón de borradores y de hojas sueltas en un baúl, en el desván de una casa, en la casa donde murió Dante. El baúl con los manuscritos de Fernando Pessoa. Todas las carpetas que le confió Walter Benjamin al demente de Georges Bataille cuando estaba a punto de salir huyendo de París. ¡La gran suerte de que Proust no pudiera corregir por completo los últimos tomos de su novela! Los centenares de hojas escritas con letra ilegible caídas a los pies de la cama y revueltas con las mantas, las galeradas con añadiduras en los márgenes y papeles pegados, y la pobre Céleste Albaret haciendo lo que podía para que todo aquello no se desordenara por completo. Casi la misma suerte tuvo Pascal, o tuvimos nosotros, al morirse sin escribir ese tratado de teología para el que iba tomando apuntes aquí y allá. Imagine ese tratado macizo como un sepulcro en vez de los relámpagos y los garabatos de los Pensamientos. ¿Aguanta usted las novelas de Camus? ¿Y esos ensayos de filosofía pomposa? Pero abra los Carnets y no podrá dejar de leerlos. Lea esa novela que dejó sin terminar y que llevaba en una maleta en el coche en el que se mató. Deme lo inédito, lo póstumo, lo inacabado, lo malogrado, lo medio perdido. Deme Billy Budd escrita a mano y después guardada en un cajón del que Melville no la volvió a sacar nunca. Deme esas novelas monstruosas que escribió Henry Roth en su casa remolque aparcada en el desierto de Arizona para no publicarlas nunca. Cómo las iba a publicar si lo que contaba en ellas era que él y su hermana habían sido amantes. Y este individuo allí, sudando, delante de una mesa de camping, escribiendo a máquina, en el desierto, como un ermitaño con nevera portátil, en calzoncillos, como si hubiera sobrevivido a un apocalipsis nuclear.

EL ANGEL EXTERMINADOR

Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 219
El Misterio del Justiciero del Autobús Sacude México.
México busca a un Angel Exterminador. No tiene nombre, ni rostro, ni edad.
Pero todos saben lo que hizo. A las seis de la madrugada de/lunes, en un autobús de línea
desplegó las alas de la venganza y mató sin titubeos a cuatro asaltantes.
Fue una ejecución gélida, sorda, abismal. Desde la penumbra
de los asientos traseros aguardó a que los ladrones desvalijaran al pasaje
y cuando el robo ya estaba en los momentos finales se levantó y los liquidó uno por uno.
Luego devolvió los bienes robados a sus dueños y se perdió en la salvaje noche mexicana.
Ningún testigo lo ha delatado, ni siquiera el conductor del transporte. Todos se escudan
en la oscuridad para evitar su descripción. Hay quien aplaude abiertamente la matanza.
Los hechos ocurrieron entre las cinco y las seis de la mañana. De noche el autobús se dirigía
desde San Mateo a la Ciudad de México. Eran sesenta y dos kilómetros de buena carretera.
Cincuenta y tres pasajeros iban adormilados. En San Pedro Tutelpe subieron los asaltantes.
Cinco km después dio comienzo el atraco. El cabecilla apuntó con un arma al conductor.
Los otros empezaron a despojar al pasaje de dinero y joyas y tarjetas y teléfonos móviles.
Hubo insultos y golpes. Un hombre resistió y fue reducido a la fuerza. Con navajas los ladrones
iban guardando el botín en dos mochilas. A la altura del kilómetro 35 el vehículo
ya aminoraba la velocidad. El jefe de la banda  no había dejado de hablar por su teléfono.
Faltaba poco y los ladrones ya se acercaban a la puerta. Ése fue el momento que el hombre
sentado al fondo eligió para ponerse en pie. Sacó una pistola. Apuntó en silencio
y apretó cuatro veces seguidas el gatillo. Cada bala alcanzó a un asaltante.
El autobús seguía la marcha. El cabecilla fue el primero en caer. El tiro
le atravesó el omóplato izquierdo y le reventó la carótida. Murió en el suelo, desangrado.
Sus tres compañeros, heridos, aterrorizados, se agolpaban ante la puerta. Desde lo más profundo del pasillo el Exterminador se dirigía hacia ellos. El autobús se detuvo abruptamente.
La puerta se abrió. Rodó primero el cadáver del jefe. Luego saltaron los demás atracadores.
Intentaban huir pero la venganza no los dejó ir muy lejos. Al píe del autobús,
en plena fuga, fueron abatidos uno tras otro. Con la muerte en los ojos el Exterminador
tomó las mochilas empapadas de sangre y tras devolver lo robado a cada pasajero
pidió que no lo delataran. En pleno parque natural de la Marquesa
bajó y se perdió en la espesura. El enigma de su identidad agiganta las especulaciones
y las pistas son muy escasas. Se ha marchitado la esperanza de encontrarlo. Nadie sabe

dónde estará el Angel Exterminador. Su rastro se pierde en la noche de México.

FAMOSOS

Un andar solitario entre la gente. Muñoz Molina, p. 65
Cambia Ahora el Color de Tu Mirada. Por las calles de Trieste, James Joyce, flaco y miope, desastrado, formal, va de un lado a otro siempre con retraso para su próxima clase de inglés. Va tan rápido por Triste como Pessoa en esas fotos en las que pasa muy diligente junto al escaparate de la librería Bertrand. Quizás Pessoa va tan aprisa no porque tenga urgencia de llegar a ninguna parte sino tan solo porque quisiera eludir al fotógrafo callejero que se gana la vida retratando a la gente que pasa e intentando luego venderles las fotos. Hay un aire familiar en las fotos de Joyce y de Fernando Pessoa. Las gafas, el bigote, la pajarita digna y torcida, la cartera abultada de papeles y libros. Los dos caminan atareados y miopes, y con frecuencia muy bebidos, por ciudades portuarias que misteriosamente también guardan semejanza. En algunas arquitecturas oficiales de Lisboa hay una especie de tronada magnificencia austrohúngara. A lo que más se parece la Praça do Comércio de Lisboa es a la Piazza Uniti en Trieste, las dos monumentales y abiertas a un horizonte marítimo. Joyce y Pessoa son dos políglotas enamorados cada uno de una lengua que no es la suya. James Joyce y Walter Benjamín se cruzan por París en vísperas de la invasión alemana y el gran derrumbe de Europa, dos apátridas de condición insegura, los dos fugitivos. Los dos son muy miopes y es probable que si se ven no se reconozcan. En Trieste y en París, James Joyce sigue en realidad caminando imaginariamente por Dublín, quizás como Benjamín por Berlín. Ninguno de los dos volverá a su ciudad de origen. Virginia Woolf camina al mismo tiempo por Londres y por los senderos del campo inglés cerca de su casa y entre la racionalidad y el delirio imagina que habrá pronto una invasión alemana. Anda con unos austeros zapatos ingleses, despeinada en la lluvia, con un bastón que se clava delante de ella en los senderos embarrados. Camina cerca de un río y escucha el rumor del agua como una invitación.

PAYASOS ASESINOS

Un andar solitario entre la gente, Muñoz Molina, p. 24
Payasos Siniestros Aterrorizan Gran Bretaña. Un estudiante sembró el terror esta semana corriendo a través del campus de la Universidad Brunel en Londres disfrazado de payaso asesino y blandiendo una sierra eléctrica. Un payaso siniestro asustó a los vecinos de Leicestershire deambulando por un cementerio cercano a una escuela. Según una foto borrosa publicada en Facebook, el payaso llevaba un hacha en la mano. Dos payasos se acercaron en una furgoneta negra a dos chicas que iban camino de la escuela en Essex y les dijeron que las invitaban a una fiesta de cumpleaños. Por ese motivo las autoridades escolares del Clacton County prohibieron a los estudiantes ausentarse del recinto de las escuelas a la hora del almuerzo. La epidemia de los payasos siniestros parece haberse extendido a Inglaterra desde Estados Unidos, donde el novelista Stephen King advirtió en Twitter hace poco: «Ya va siendo hora de enfriar esta histeria de los payasos». Docenas de episodios semejantes se han registrado en los últimos días a lo largo y ancho de Gran Bretaña, afirma la policía. Un payaso saltó desde detrás de un seto en un parque. Otro abrió la puerta de un coche en un semáforo y se sentó junto al conductor, dándose luego a la fuga. Patrullas antipayasos se han puesto en marcha en algunas zonas. El profesor Mark Gríffiths, psicólogo en la Universidad de Birmingham, especializado en comportamientos adictivos, declaró que varios niños habían tenido que ausentarse de la escuela, traumatizados por la aparición de payasos amenazantes. La aparición súbita de payasos siniestros ha activado las alarmas también en Australia, donde un payaso armado con un hacha fue detenido por la policía el martes pasado en Victoria, al sudoeste del país, después de acosar a una mujer que iba en su coche. El domingo, la policía del Valle del Támesís declaró haber recibido catorce llamadas sobre apariciones de payasos asustando a la gente en un lapso de veinticuatro horas. El profesor Gríffiths asegura que la coulrofobia o miedo a los payasos y bufones es un síndrome bien conocido y documentado que puede causar reacciones de pánico, sudores y dificultad para respirar. 

INCIPIT 947. JERUSALEN / GONÇALO M. TAVARES

ERNST Y MYLIA
Ernst Spengler estaba solo en su buhardilla con la ventana ya abierta, listo para tirarse, cuando de pronto sonó el teléfono. U na vez, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, Ernst lo cogió.
Mylia vivía en la primera planta del número 77 de la calle Moltke. Sentada en una incómoda silla, pensaba en las palabras fundamentales de su vida. Dolor, pensó, dolor era una palabra esencial.
La habían operado una vez, y luego otra, cuatro veces la habían operado. Y ahora esto. Aquel ruido en el centro del cuerpo, en el meollo. Estar enfermo era una forma de ejercitar la resistencia al dolor o la voluntad de acercarse a un dios cualquiera. Mylia murmuró:
-La iglesia está cerrada de noche.

Cuatro de la mañana del dia 29 de mayo, y Mylia no logra dormir. El dolor constante procedente del estómago, o tal vez de más abajo, ¿de dónde viene exactamente este dolor tan  ancho, que no pertenece a un solo punto? Quizá de la parte inferior del estómago, del vientre. Lo cierto es que eran las cuatro de la mañana y aún no había descansado ni un minuto. ¿Cerrar los ojos cuando se teme morir?

INCIPIT 946. EL MONARCA DE LAS SOMBRAS / JAVIER CERCAS

Se llamaba Manuel Mena y murió a los diecinueve años en la batalla del Ebro. Fue el 21 de septiembre de 1938, hacia el final de la guerra civil, en un pueblo catalán llamado Bot. Era un franquista entusiasta, o por lo menos un entusiasta falangista, o por lo menos lo fue al principio de la guerra: en esa época se alistó en la 3.a Bandera de Falange de Cáceres, y al año siguiente, recién obtenido el grado de alférez provisional, lo destinaron al Primer Tabor de Tiradores de Ifni, una unidad de choque perteneciente al cuerpo de Regulares. Doce meses más tarde murió en combate, y durante años fue el héroe oficial de mi familia.

Era tío paterno de mi madre, que desde niño me ha contado innumerables veces su historia, o más bien su historia y su leyenda, de tal manera que antes de ser escritor yo pensaba que alguna vez tendría que escribir un libro sobre él. Lo descarté precisamente en cuanto me hice escritor; la razón es que sentía que Manuel Mena era la cifra exacta de la herencia más onerosa de mi familia, y que contar su historia no sólo equivalía a hacerme cargo de su pasado político sino también del pasado político de toda mi familia, que era el pasado que más me abochornaba; no quería hacerme cargo de eso, no veía ninguna necesidad de hacerlo, y mucho menos de airearlo en un libro: bastante tenía con aprender a vivir de ello.

IBAHERNANDO

El monarca de las sombras, Javier Cercas, p.29
Pero que las condiciones de servidumbre medieval apenas hubieran cambiado desde antiguo para los habitantes de Ibahernando no significa que no hubieran cambiado en absoluto o que no empezasen a cambiar, como minimo en parte y para algunos. Todavía a mediados de siglo XIX, un célebre diccionario geográfico redactado por un célebre liberal español acogía un retrato desconsolado del pueblo; según él, Ibahernando era un rincón inclemente adonde no llegaban ni la carretera ni el servicio postal y donde mil doscientas cinco almas se hacinaban en ciento ochenta y nueve casas lamentables, con una escuela primaria, una iglesia parroquial, una fuente pública y un Ayuntamiento tan pobre que no podía atender ni las urgencias más elementales de sus vecinos. Sólo unas décadas después de esa descripción, a finales del siglo XIX o principios del xx, el retrato del liberal español hubiera seguido siendo un aguafuerte de la España negra, pero quizá hubiera sido algo distinto. Por aquella época, justo antes del nacimiento de Manuel Mena, algunos campesinos emprendedores se animaron a arrendar las tierras de los aristócratas absentistas. El hecho supuso una alianza frágil y desigual entre aristócratas y campesinos o, para ser más precisos, entre algunos aristócratas y algunos campesinos; también supuso una pequeña mutación que tuvo varias consecuencias entrelazadas. La primera es que los campesinos emprendedores comenzaron a prosperar, primero gracias a los beneficios de la explotación de sus arrendamientos y más tarde gracias a los beneficios de la explotación de las pequeñas fincas que comenzaron a adquirir gracias a los beneficios de la explotación de sus arrendamientos. La segunda consecuencia es que esos campesinos con tierra se transformaron en capataces o delegados de los intereses de los aristócratas y empezaron a relegar sus propios intereses y a confundirlos con los de los aristócratas, algunos empezaron incluso a querer mirarse a distancia en el espejo inalcanzable de las costumbres y las formas de vida patricias y a pensar que, por lo menos en el pueblo, podían llegar a ser patricios. La tercera consecuencia es que los campesinos con tierra empezaron a dar trabajo a los campesinos sin tierra y los campesinos sin tierra a depender de los campesinos con tierra y a considerarlos como los ricos o los patricios del pueblo. La cuarta y última consecuencia -la más importante- es que el pueblo empezó a incubar una fantasía de desigualdad básica según la cual, mientras los campesinos sin tierra no habían dejado de ser pobres ni de ser siervos, los campesinos con tierra se habían convertido en ricos patricios, o se hallaban en camino de hacerlo.

Era una pura ficción. La realidad era que los campesinos sin tierra seguían siendo pobres aunque cada vez fueran menos, y que, aunque cada vez fueran más, los campesinos con tierra no eran ricos: simplemente algunos habían dejado de ser pobres, o como minimo estaban empezando a salir de su miseria de siglos; la realidad es que, creyeran todos lo que creyeran, los campesinos con tierra no eran patricios sino que seguían siendo siervos, pero los campesinos sin tierra podían convertirse o se estaban convirtiendo ya en siervos de siervos. En resumen: hasta entonces los intereses de los habitantes del pueblo habían sido en lo esencial idénticos, porque todos eran siervos y todos sabían que lo eran; a partir de entonces, sin embargo, empezó a instalarse el espejismo artificial de que en el pueblo había siervos y patricios, y los intereses de sus habitantes empezaron a divergir, artificialmente.

LO SUSTANCIAL ES LA ALEGRIA

Academia Zaratustra, Juan Bonilla, p. 63
“¿Es posible que todo eso se pueda hacer de una manera colectiva, renunciando a las salvaciones personales, participando en un proyecto común en el que se repartan las tareas y se logre identificar una conciencia unánime?» «Por supuesto que no, cada uno ha de internarse solo en ese desierto, porque esa es la única manera de que todos alcancen el mismo territorio de la libertad: si se crea una dependencia se invita a la irresponsabilidad, al cobarde procedimiento de poder culpar a otro de nuestra melancolía o nuestro fracaso.” «¿Y usted cree que Nietzsche encontró ese lugar en el manicomio de Basilea, o quizá antes en Turín, cuando se produce su derrumbe mental? ¿Cuál es la actualidad de Nietzsche?» «Este siglo ha sido devastado por un cáncer contra el que él luchó con mayor violencia y afán que cualquier otro hombre: las ideologías. Una ideología, cualquier ideología, no es más que un abaratamiento de un ideal, y un ideal, cualquier ideal, no es más que una sublimación de la realidad, o sea, que una ideología es un abaratamiento que pretende pontificar -es decir, hacer un puente- entre ideales y realidades: en ese camino lo que se pierde es la vida. El hecho de que Nietzsche acabara como acabó no significa que fuera destruido: más bien podríamos hablar de una inmolación. Su lección es evidente: no nos ofrece doctrinas ni respuestas positivas, no nos ofrece ninguna receta que pueda sosegarnos o ejercer un efecto placebo sobre nosotros, Pero nos invitó a sustituir el cadáver de Dios por la música que nos hiciera bailar, y nos dijo que nunca le diésemos crédito a las verdades que tratan de herimos o acortarnos la libertad, que no diésemos crédito a ninguna verdad que no nos procurase al menos una alegría. Lo sustancial es la alegría.»

ACADEMIA ZARATUSTRA

Academia Zaratustra, Juan Bonilla, p. 31
Pactamos diez minutos de entrevista. Para beberme la jarra de cerveza que me pusieron yo necesitaría al menos seis o siete horas, pero eso daba igual. Él se bebió la suya en los diez minutos y luego me pidió que no lo molestara más ni imprimiese su nombre en mi reportaje. La verdad es que aunque hubiera querido no lo hubiera podido hacer porque tomó la precaución de no decirme su nombre. Lo que me contó es más o menos esto: se metió en la Academia Zaratustra porque un amigo que se había doctorado con una tesis sobre Nietzsche le habló de ella, visitó la sede de la Academia, solicitó información, le fascinaron los propósitos allí expresados y pidió el ingreso; los camellos tienen tres asignaturas (la muerte de Dios, la estupidez de la moral del hombre, música), los leones dos (la voluntad de poder, los territorios del Superhombre), los niños una (creación de nuevos valores); hasta el momento lo más intenso que le bahía pasado sucedió la madrugada de un sábado, fueron a las afueras a escuchar música, tomaron éxtasis, vieron las estrellas, sintieron una grata comunión con el cosmos, una inalterable certeza de ser eternos, la imposibilidad de que no rigiera nuestro destino un dios que no supiese bailar, ya que Nietzsche afirmaba por boca de su Mesías que «Hablar mucho de uno mismo es una manera de ocultarse»; a los camellos les hacían hablar mucho de ellos mismos y se ridiculizaban unos a otros para limpiarse de orgullo banal; estudiaba, además de en la Academia, en la Facultad de Medicina -todos los alumnos de la Academia estudian otra cosa, filosofía sobre todo-; en su clase había diez alumnos, en la de los leones seis, cuatro en la de los niños; tenían clase lunes, miércoles y viernes, una falta no justificada significaba la expulsión.

NIETZSCHE

Academia Zaratustra, Juan Bonilla, p. 22
La lectura de los diarios clínicos redactados durante las estancias de Nietzsche en los manicomios de Basilea y Jena nos sobrecogen no solo como lo haría cualquier lectura parecida en la que de manera telegráfica se nos detallase por medio de anécdotas lamentables el proceso de descomposición de la cordura de cualquier persona, sino también como signo definitivo de la derrota sin paliativos, el desmoronamiento brutal de alguien que creyó haberle propuesto al mundo una salvación sin obtener a cambio otra cosa que su propia destrucción.

Leemos en los diarios clínicos de Nietzsche que se embadurnaba con sus propios excrementos, que se bebía su orina, que se creía emperador o aseguraba que él iba a gobernar el mundo o prometía a los demás pacientes del sanatorio que al día siguiente iba a proporcionarles una mañana de clima magnífico, y tratamos de relacionar a ese pobre enfermo con el hombre impetuoso que escribió «Solo amo lo que ha sido escrito con sangre», el que nos aleccionaba para que no admitiéramos nunca una verdad que no viniese acompañada por lo menos de una alegría (de una carcajada según otras traducciones), el que se confesaba incapaz de creer en ningún dios que no supiese bailar, el que decretó en fin la muerte de Dios y se esperanzaba con el advenimiento de una nueva criatura que fuera para el hombre lo que el hombre era para el mono.

BAÑO TURCO

Eclipse, John Banville, p. 64
Hay placeres mejor definidos, aunque no menos vergonzosos. Encontré un alijo de fotos obscenas arrojado en lo alto del guardarropa de una de las habitaciones, sin duda abandonado por algún viajante de comercio que se había alojado en la casa. Es un material antiguo, fotografías pintadas a mano de cuadros del siglo pasado, del tamaño de una postal, pero con mucho detalle, en colores crema, carmesí y rosa pétalo. Casi todas son escenas orientales: un grupo de neumáticas esposas de un harén en un baño turco toqueteándose entre sí; un moro con turbante haciéndoselo por detrás a una chica arrodillada; un libertino desnudo en un sofá complacido por su esclava negra. Las guardo bajo el colchón, de donde, con una excitación llena de culpa, las saco, agarro mis almohadones y con un suspiro ahogado me hundo en el interior de mis propios y vigorosos abrazos. Posteriormente siempre hay un pequeño y triste hueco dentro de mí, que parece ser equivalente en volumen a lo que he sacado, como si la expulsión hubiera creado un espacio que mi cuerpo no sabe cómo llenar. Sin embargo, no es ningún anticlímax. Hay ocasiones, raras y preciosas, en que, tras haber alcanzado esa huida salpicada de hipos, con las fotos extendidas ante mí y los ojos como platos, experimento un instante de desolado éxtasis que nada tiene que ver con lo que sucede en mi regazo, sino que parece una síntesis de toda la ternura e intensidad que la vida puede prometer. El otro día, en uno de esos momentos de inflamado gozo, mientras jadeaba, echado, con la barbilla sobre el pecho, oí débilmente, a través de la quietud de la tarde, el sonido remoto del coro de niños procedente del convento de enfrente, y era como si los serafines cantaran.

UN RECIEN NACIDO

John Banville, Eclipse, p. 52
Yo estuve presente en el parto. Sí, fui muy progre; me encantaba todo ese tipo de cosas; fue otra representación, desde luego, por dentro aquel sangriento espectáculo me horrorizaba. Cuando la criatura salió por fin, yo me hallaba en una especie de aturdimiento, y no sabía adónde mirar. Me pusieron a la criatura en brazos antes de haberla lavado. Qué ligera era, y, sin embargo, vaya peso. Un médico que llevaba unas botas de goma verdes y ensangrentadas habló conmigo, pero no entendí lo que me decía; las enfermeras eran enérgicas y altivas. Cuando me quitaron a Cass me pareció oír el chasquido de un cordón umbilical, del cual yo me había despojado poco a poco cortándolo .. La llevamos a casa en un cesto, como un objeto preciadísimo que hubiésemos comprado y nos muriésemos de ganas de desenvolver. Era invierno, y el aire tenía un matiz alpino. Recuerdo la pálida luz del sol en el aparcamiento  -Lydia parpadeaba como un preso al que· sacaran de las mazmorras- y la brisa fresca y aromática que bajaba de las altas colinas que había detrás del hospital, y que del bebé solo se veía una mancha de un vago color rosa por encima de una sábana de raso. Cuando llegamos a casa, no teníamos cuna para la niña, y tuvimos que colocarla en el cajón superior de la cómoda de nuestro dormitorio. Casi no podía dormir por- miedo a levantarme por la noche, y, olvidándome de que estaba allí, cerrar el cajón de un golpe. En el techo aparecían triángulos de luz acuosa formados por los faros de los coches que pasaban, que enseguida eran elegantemente doblados y desaparecían, como los abanicos de las señoras, en el cajón donde la niña dormía. Le pusimos un apodo, ¿cuál era? Erizo, creo; sí, ese era, a causa de los pequeños resoplidos que daba. Días hermosos, de apariencia inocente, tal como se dibujan en mi memoria, aunque siempre se formaban nubes en el horizonte.

INCIPIT 945. SIETE CUENTOS MORALES / JM COETZEE

El letrero colocado en la verja dice Chien méchant y el perro es méchant, sin la menor duda. Cada vez que ella pasa por allí, el perro se lanza contra la verja dando aullidos en su afán de atacarla y destrozarla. Es un perro grande y respetable, algún tipo de ovejero alemán o rottweiler (ella sabe muy poco de razas de perros). Pero siente el purísimo odio que parte de s Sus ojos amarillos.
Después, cuando deja atrás la casa del chien méchant, se pone a cavilar sobre ese odio. Sabe que no es algo personal: está dirigido contra cualquiera que se aproxime a la verja, cualquiera que camine por allí o pase en bicicleta. Sin embargo, ¿cuán profundo es ese odio?¿ Es como una corriente eléctrica, que se enciende cuando un objeto entra en el campo visual del perro y se apaga cuando el objeto desaparece al dar vuelta la esquina? ¿Los espasmos de odio siguen   convulsionando al animal cuando vuelve a estar solo o la furia amaina de golpe y él retoma a un estado de tranquilidad?

Pasa en bicicleta frente a la casa dos veces por día, todos los días hábiles; una vez cuando va al hospital donde trabaja y otra vez cuando termina su turno. 

INCIPIT 944. GLOSAS CASTELLANAS / RAFAEL SANCHEZ FERLOSIO

A Gonzalo Hidalgo Bayal,
jardinero de la lengua castellana,
que al cultivar un campo de amapolas blancas
hizo extinguirse las rojas amapolas,
para que al fin pudieran florecer
las amapolas rojas*
l. EL VERBO TRASPUNTE
§ 1. (Los verbos blancos). Si el oído es ballesta, dardo en palabra, maguer muchas augures, algunas marras. ¿O no es humano que Don Fernando a veces no dé en el blanco? Lo digo por el artículo “Buenas madrugadas”, de don Fernando Lázaro Carreter (El País, 7 de marzo de 1999), al que tengo que hacer algunas observaciones. La primera de ellas se refiere a su propia prosa, en la frase, de la que sólo transcribo el principio, porque ya hace sentido de frase completa: “Y hay la creciente legión de quienes trabajan a esas horas ...”>. Pues bien, componer “hay”> (o “había” o «hubo», etcétera) con el artículo determinado: “hay la creciente legión”, es un grave atentado contra uno de los dos verbos blancos que debería estimarse entre las mejores joyas de la lengua castellana: estas formas impersonales de “haben” y los usos blancos de “estar”  

* Mi amigo Gonzalo Hidalgo escribió una magnífica y conmovedora novela bajo el título de Campo de amapolas blancas.

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