Borges esencial, p. 235
Los hechos ulteriores han
deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas.
Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de
los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra;
el de los garamanras, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el
de los augilas, que solo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es
negra la arena, donde el víajero debe usurpar las horas de la noche, pues el
fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al
Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre
habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rúsricos, inclinados a la
lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos,
pudieran albergar en su seno una ciudad hermosa, a todos nos pareció
inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder.
Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los
ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la
muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines.
Para reprimirlos, no vacilé ame el ejercicio de la severidad. Procedí
rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar
la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Hui del campamento con
los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los
remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días
erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la
sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el
alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con
un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo
tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas
que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
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