Prólogo
A Jorge Luis Borges
Los rumores de la plaza quedan
atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación
de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado
mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan
los rostros momentáneos de los lectores a la luz de lámparas estudiosas, como
en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este
lugar, y después aquellos pájaros de Benet que también definen por el contorno:
Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra
siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve
obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable, y
después aquel poema que suspende el sentido y maneja y supera el mismo
artificio:
No quedaba nadie sobre la faz de
la tierra
y de repente,
llamaron a la puerta.
Estas reflexiones me dejan en la
puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas cordiales y convencionales
palabras, y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Borges,
y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca,
pero esta vez usted vuelve las páginas, y lee con aprobación algún verso, acaso
porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente
le importa menos que la sana teoría.
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