La conjura contra Amércia, Philip Roth, p. 39-40
Durante los largos meses de
vacaciones, jugábamos en la acera a un nuevo juego llamado “Declaro la guerra”
utilizando una pelota de goma barata y un trozo de tiza. Con la tiza trazabas
un círculo de metro y medio o dos metros de diámetro, dividido en tantos
segmentos, a modo de porciones de pastel, como jugadores participaban, y
anotabas en cada porción el nombre de uno de los diferentes países extranjeros
que habían salido en los noticiarios durante el año. A continuación, cada
jugador elegía «su» país y se colocaba a horcajadas en el borde del círculo, con
un pie dentro y el otro fuera, de modo que, cuando llegara el momento pudiera
emprender una huida precipitada. Entretanto, un jugador designado, con la pelota
en alto, anunciaba lentamente, con una cadencia inquietante: «Declaro ... la
... guerra .. a ... ». Había una pausa cargada de suspense, y entonces el chico
que declaraba la guerra hacía botar la pelota en el suelo al tiempo que gritaba
«¡Alemania!» o «¡Japón!» u «¡Holanda!» o «Italia”o «¡Bélgica!» o «¡Inglaterra!&
o «¡China!», a veces incluso «¡Estados Unidos!”, y todo el mundo echaba a
correr excepto el niño contra el que se había lanzado el ataque por sorpresa.
Su tarea consistía en hacerse con la pelota cuando rebotaba, tan rápido como
pudiera, y gritar: «¡Alto!». Todos los que ahora estaban aliados contra él
debían detenerse, y el país en cuestión iniciaba el contraataque, .tratando de
eliminar a un país agresor tras otro, golpeando a cada uno tan fuerte como
pudiera con la pelota. Empezaba por lanzarla contra los que estaban más cerca
de él y su posición avanzaba con cada golpe letal. Jugábamos sin cesar a ese
juego. Hasta que llovía y los nombres de los países desaparecían temporalmente,
y la gente tenía que pisarlos y saltar por encima de ellos cuando caminaban por
la calle. En aquella época, en nuestro vecindario no había otras pintadas
dignas de mención, solo aquellos restos de jeroglíficos de nuestros sencillos
juegos callejeros. Por inocuos que fuesen, ponían fuera de sí a algunas de las
madres, obligadas a oírnos durante horas a través de las ventanas abiertas.
«Eh, chicos, ¿es que no podéis hacer otra cosa? ¿No podríais encontrar otra
clase de juego?» Pero no podíamos; tampoco nosotros podíamos pensar en otra
cosa que en declarar la guerra.
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