La conjura contra América, Philip Roth, p. 111
Por supuesto, el señor Mawhinney era
cristiano, miembro inveterado de la abrumadora mayoría que hizo la Revolución y
fundó la nación y conquistó la naturaleza salvaje y subyugó a los indios y
esclavizó a los negros y emancipó a los negros y segregó a los negros, uno más
entre los millones de buenos, limpios, trabajadores cristianos que se
establecieron en la frontera, cultivaron los campos, construyeron las ciudades,
gobernaron los estados, se sentaron en el Congreso, ocuparon la Casa Blanca, amasaron la riqueza,
poseyeron la tierra y las acerías y los clubes de béisbol y los ferrocarriles y
los bancos, que incluso poseían y supervisaban el lenguaje, uno de aquellos invulnerables
nórdicos y anglosajones protestantes que dirigían Norteamérica y siempre la
dirigirían, generales, dignatarios, magnates,
los hombres que daban las órdenes y tenían la última palabra y leían la
cartilla cuando les parecía, mientras que mi padre, claro, no era más que un
judío.
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