Tiene que llover, KO Knausgard, p. 587
Cuando tenía siete años estuvimos
de vacaciones en Inglaterra, los recuerdos de ese viaje eran los más bonitos de
mi infancia, y me volvieron cuando la tarde siguiente estaba apoyado en la barandilla,
mirando una raya que emergía a lo lejos. Era Inglaterra. Nos cruzamos con unos
barcos pesqueros camino del mar, en el aire por encima de ellos volaban en
círculos las gaviotas, delante de nosotros era como si la tierra se sumergiera
conforme nos íbamos acercando, hasta que entramos por una especie de canal, y
de hecho nos encontramos en medio de él. Se veían viejos almacenes y fábricas,
con amplias y desiertas zonas de basura por medio.
La hierba estaba amarilla, el
cielo gris, y si algo relumbraba, era el ladrillo de los edificios, pero de óxido,
el color de lo perecedero y la descomposici6n. Ah, me llegaba al alma, eso era
Inglaterra; los edificios que velamos databan de principios de la época del
industrialismo, yo amaba ese imperio que había sucumbido pero que seguía
orgulloso, y los que crecieron en medio de este desconsuelo gris nos embrujaron
a todos, primero la generación de los sesenta, el pop, los Beatles y los Kinks,
luego el heavy de los setenta, todas las cojonudas bandas de las ciudades del acero
de la región central de Inglaterra, cuyos miembros se hicieron enormemente
ricos a los veinte años, después el punk en las montaña de basura que llenaron Inglaterra en el 76,
luego el pospunk y el g6tico, esa inmensa seriedad de la que revistieron la música,
y ahora Manchester, raves, colores y beat. Inglaterra, yo amaba Inglaterra,
todo lo que tenía que ver con Inglaterra. Y el fútbol, ¿qué más se podía desear
que un viejo y destartalado estadio de principios de siglo, lleno a rebosar de
diez o doce mil hombres furibundos de clase obrera y aspecto enfurruñado, con la
niebla posada sobre el fangoso campo y unas entradas tan violetas que resonaban
entre los carteles de publicidad? Las oscuras casas con moqueta por todas
partes, incluso en las escaleras y en los pubs.
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