La conjura contra América, Philip Roth, p. 175
Estaba apoyado en el fregadero de
la cocina, adonde había ido sin la ayuda de las muletas para tomar un vaso de
agua. Al darse la vuelta para regresar al dormitorio, se olvidó, por la razón
que fuese, de que solo tenía una pierna y, en vez de brincar, hizo lo mismo que
todos los demás en la casa: echó a andar y. naturalmente, se cayó al suelo. El
dolor que subía desde la punta del muñón era más intenso que el dolor en la
parte desaparecida de su pierna, un dolor, me explicó Alvin, después de verlo
sucumbir a su asedio en la cama de al lado, «que te agarra y no te suelta»,
aunque no hubiera un miembro que lo causara.
Te duele lo que tienes -me dijo
Alvin cuando llegó el momento de tranquilizarme con alguna observación cómica-y
te duele lo que no tienes. Me pregunto a quién se le ocurriría inventar eso.
En el hospital inglés inyectaban
morfina a los amputados para controlar el dolor.
-Siempre la estás pidiendo -me
contó Alvin-, y cada vez que lo haces te la dan. Aprietas un botón para llamar
a la enfermera y, cuando llega a tu lado, le dices: «Morfina, morfina», y entonces
el dolor desaparece casi por completo.
-¿Cuánto te dolía en el hospital?
-le pregunté.
-No era divertido, muchacho.
-¿Era el dolor más fuerte que has
sentido en tu vida?
-El dolor más fuerte que he
sentido fue a los seis años, cuando mi padre cerró la puerta del coche y me
pilló un dedo. –Se echó a reír, y yo le imité-. Mi padre me dijo, cuando me vio
llorar como un desesperado, aquel pequeño mocoso así de alto, mi padre me dijo:
«Deja de llorar, eso no sirve de nada». –Alvin volvió a reírse de forma más
discreta y añadió-: Y probablemente eso fue peor que el mismo dolor. También es
el último recuerdo que tengo de él. Ese mismo día, unas horas después, cayó en
redondo y se murió.
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