Borges esencial, p. 95
En la figura que se llama oxímoron,
se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos
hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última
visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de
oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se
jugara a los naipes aumentaba el contraste). Pedí una caña de naranja; en el
vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un
principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas
que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte;
en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las
dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los
durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de Las mil y una noches,
que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem;
en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya que
Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo
clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en en Luis
cuya efigie delató, cerca de Varennes al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño,
el pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me
pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con crecientevelocidad,
las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una
sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de
la Concepción. Había errado en círculos y ahora estaba a una cuadra del almacén
donde me dieron el Zahir.
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