Tiene que llover, Karl Ove Knausgard, p. 272-273
Tres años y medio después, en los
días que van de Navidad a Año Nuevo de 1992, me encontraba al final del Centro
de Estudiantes, muy cerca de las escaleras que subían hacia la parte del
edificio donde tenían su sede las organizaciones estudiantiles; estaba
esperando al jefe de la Radio del Estudiante. Iba a realizar alli mi trabajo
social, acababa de volver de un campamento de unos meses de duración en Hustad,
en la costa de Molde, donde, junto con otros objetores de conciencia del oeste,
recibí clases sobre distintos aspectos de trabajos por la paz y sobre la
objeción de conciencia. Me pareció poco más que una broma, a casi nadie le
importaban los aspectos idealistas del papel del objetor. La mayoría estaba en
contra de las guerras, pero eso no les marcaba mucho, y yo reviví el campamento
de la confirmación, al que asistí cuando estaba en octavo, y en el que todos
nos sentimos muy a gusto, solos, lejos de casa, pero a nadie le importaba el motivo,
nuestra relación con Jesucristo y Dios, razón por la que nos dedicamos sobre
todo a sabotear la enseñanza, aprovechando al mismo tiempo lo que había de oferta
de ocio para fines propios. En realidad, las únicas diferencias entre los dos
campamentos eran la edad -la mayor parte de los que estaban en el campamento de
Hustad tenían veintipocos años-, la duración -no era de dos días, sino de dos
meses- y las instalaciones. Tenían una sala muy bien equipada para grupos
musicales, una biblioteca muy bien surtida de libros, un cuarto oscuro y equipo
de vídeo, había kayaks y equipo de buceo, y se nos ofrecía la posibilidad de
sacarnos un carné de buceador. Organizaban excursiones por la zona en un
autocar que venía a recogernos; una tarde nos llevaron a la ciudad de
Kristiansand, donde pudimos salir y emborracharnos. Pero lo más importante eran
los cursos. Alguien había trabajado duro para que los objetores de conciencia
fueran tomados en serio en un tiempo en que la gente joven ardía por esa clase de
causas y rebosaba de idealismo. A nosotros nos importaba una mierda. Las clases
eran obligatorias, pero los que no se sentían indispuestos o les dolía la
cabeza, apenas escuchaban lo que decían los profesores, y a veces dolía ver la
desproporción entre su idealismo y entusiasmo ante la objeción de conciencia y
nuestra ignorancia.
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