Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

NON FINITO. MAXON Y DIXON / THOMAS PYNCHON

Los copos de nieve, que vuelan trazando arcos, han cuajado de estrellas las paredes de los edificios anexos, y también la ropa de los primos, cuyos sombreros ha arrebatado el fuerte viento que sopla, procedente de Delaware. Los muchachos ponen los trineos a cubierto, secan y engrasan con esmero los patines, depositan los zapatos en el zaguán de la entrada trasera y, con los pies enfundados en las medias, bajan a la gran cocina, donde desde la mañana reina una agitación en absoluto improvisada, un bullicio acentuado por las resonantes tapaderas de varias ollas y cacerolas con estofado, y por la atmósfera, que huele a las especias que se utilizarán para los pasteles, a frutas peladas, a sebo y azúcar caliente. Los muchachos, tras bajar precipitadamente y, entre golpes rítmicos de batidor y de cuchara, pedir y birlar lo que pueden, prosiguen su camino, como hacen cada tarde de este nevado Adviento, hacia una confortable sala que hay en la parte trasera de la casa, cedida desde hace años a sus alegres desmanes. Aquí han venido a parar una larga mesa con caballetes, llena de muescas e incisiones, y dos bancos desparejados, procedentes de la rama familiar del condado de Lancaster, algunos muebles Chippendale construidos en la calle Segunda de Filadelfia, donde se concentran las ebanisterías, entre ellos una versión del célebre Sorn Chino, provisto de un alto dosel de varas y varas de tela violeta que se pueden desplegar para formar una tienda cómoda y penumbrosa, y unas pocas sillas, todas ellas distintas, enviadas desde Inglaterra antes de la guerra. 

INCIPIT 851. EL MAGO / JOHN FOWLES

Nací en 1927, hijo único de unos padres de clase media, ambos ingleses, nacidos bajo la grotescamente alargada sombra, que nunca pudieron abandonar al no ser capaces de elevarse lo suficiente por encima de la historia, de esa monstruosa enana que fue la reina Victoria. Me mandaron a un colegio privado, malogré dos años cumpliendo mi servicio militar, fui a Oxford; y allí empecé a descubrir que no era la persona que quería ser.
Mucho antes había descubierto que no tenía los padres y antepasados que necesitaba. Mi padre era, debido no tanto a que tuviera un gran talento profesional como a que tuvo la edad adecuada en el momento adecuado, general de brigada; y mi madre era el modelo mismo de  lo que debería ser la esposa de un general. Es decir, no discutía nunca con él y siempre se comportaba como si él estuviera escuchándola desde la habitación contigua, incluso cuando se encontraba a miles de kilómetros de distancia. Apenas vi a mi padre durante la guerra, y en sus largas ausencias fui construyendo una imagen más o menos inmaculada de su persona, que él mismo generalmente -un juego de palabras tan malo como apropiado- rompía en pedazos antes de transcurridas las primeras cuarenta y ocho horas de su permiso.

Al igual que todos los hombres que no están en realidad a la altura de su puesto, era muy riguroso con las apariencias y las nimiedades cotidianas; y más que intelecto poseía una armadura producto de la acumulación de palabras clave siempre pronunciadas coa mayúscula, tales como Disciplina y Tradición y Responsabilidad. Si en alguna ocasión me atrevía -hecho que raras veces ocurría-a discutir con él, sacaba una de esas palabras totémicas y me aporreaba con ella, igual que debía hacer seguramente para reprimir a sus subordinados. Si entonces seguía uno negándose a echarse como un perro y morir, él perdía la paciencia y daba rienda suelta a su mal humor. Su humor era como un basilisco, y siempre lo tenía muy a mano.

EL PARNASO

El mago, John Fowles, p. 218
Lykeri, que es el nombre del pico más alto, tenía una ladera tan empinada que era imposible subir caminando. Nos vimos obligados a ponernos de cuatro patas, agarrarnos al suelo con las manos y descansar frecuentemente. Cerca de la cumbre encontramos grandes grupos de violetas en flor, con enormes pétalos de aroma delicado; y por fin, cogidos de la mano, recorrimos haciendo un último esfuerzo los metros que quedaban hasta pisar la estrecha plataforma de la cumbre, en la que había un pequeño túmulo.
-¡Oh Dios mio, Dios mío! -dijo Alison.
Por el otro lado se desplomaba en vertical un precipicio de seiscientos metros de aire sombrío. El sol estaba en ocaso, justo encima del horizonte, pero las nubes habían desaparecido. El cielo estaba pálido, absolutamente impoluto, absolutamente puro y azul. Ninguna otra montaña cercana obstaculizaba la vista. Parecía que estuviésemos en un lugar inmensamente alto, en un cenit donde se acabara la tierra. Y la materia, lejísimos de las ciudades, de los hombres, de todo lo árido e imperfecto. Purgados.
Abajo, a lo largo de ciento cincuenta kilómetros en todas direcciones, había otros montes, valles, llanos. islas, mares; Auca, Beoc1a, Argoss, Aquea, Locris, .Etolia, el viejo corazón de la antigua Grecia. El sol poniente enriquecía, suavizaba y refinaba todos los colores. Había por levante sombras azul oscuro y las laderas que miraban a poniente se habían teñido de lila; valles verde-cobrizo, extensiones de tierra del color de las estatuitas de Tanagra; y el lejano mar, soñador y vaporoso, tan quieto como un viejo espejo azul. Con espléndida simplicidad clásica alguien había formado con piedras pequeñas las letras: luz•. Era la definición exacta. El pico se elevaba hasta penetrar en un mundo hecho literal y metafóricamente de luz. No llegaba a afectar el campo de las emociones; era demasiado vasto, inhumano y sereno para ello; Y fue para mí como una conmoción, una deliciosa alegría intelectual que se desposaba con la alegría física, completándola, y que procedía del hecho de que la realidad de aquel lugar fuera tan bella. tan serena Y tan ideal como siempre habían soñado tantísimos poetas.
Tomamos fotografías de uno y de otro, de la panorámica, y luego nos sentamos de espaldas al túmulo, protegidos así del viento, fumamos unos pitillos y nos pusimos muy juntos para protegernos del frío. Sobre nuestras cabezas lanzaban sus gritos las chovas piquigualdas  cerniéndose en el viento; un viento frío como el hielo, astringente como un ácido. Recordé allí arriba el viaje mental que había inducido Conchis en mí cuando me hipnotizó. Parecían experiencias casi paralelas; con la diferencia a favor de la última que ésta tenía toda la belleza de la inmediatez, de la espontaneidad, de la actualidad. . .
Miré a Alison sin que ella se diera cuesta; tenía la punta de la nariz completamente roja. Pero pensé que, al fin y al cabo, había demostrado que tenía agallas; que sin ella jamás hubiera llegado allí, jamás habría tenido todo aquel mundo a mis pies, ni habría gozado esta sensación triunfal, esa trascendente cristalización de todo lo que yo sentía por Grecia.
-Debes de poder contemplar cosas así todos los días.

-Nunca había visto nada que se le pueda comparar. Nada que se le pareciera en lo más mínimo.

LA GRECIA SILVESTRE

El mago, John Fowles, p. 63
La ausencia del viento que generalmente acompañaba al sol hizo que el sábado siguiente hiciera un calor agobiante. Habían empezado a cantar las cigarras en un estruendoso y confuso coro que no llegaba nunca a seguir un solo patrón rítmico y que me ponía los nervios de punta, hasta que al final llegó a ser tan familiar que cuando un día dejé de oírlo a causa de un desacostumbrado chaparrón, el silencio me pareció como una explosión. Las cigarras cambiaban por completo el carácter de los pinares. Ahora estaban vivos y atestados, transformados en una audible e invisible colmena de energía de la que había desaparecido la anterior soledad inmaculada, porque además de las tzitzikia el aire latía, gemía y zumbaba con saltamontes de alas de color carmín, langostas, enormes avispones, abejas, mosquitos, moscardones y otros diez mil insectos anónimos. En algunos sitios habla molestas nubes de moscas negras, de modo que ascendí por entre los árboles como un nuevo Orestes, maldiciendo y manoteando a mi alrededor.

Subí de nuevo a la sierra central. El mar tenía un perlado tono turquesa, los montes lejanos parecían azul--ceniza bajo el calor asfixiante. Vi la reverberante corona verde de pinos que rodeaba Bourani. Era aproximadamente el mediodía cuando me abrí paso entre los árboles y salí al pedregal de la cala de la capilla. Estaba todo desierto. Busqué entre las rocas pero no encontré nada, y tampoco me sentí vigilado. Nadé un rato y luego comí pan negro, cangrejos y calamares fritos. Bastante al sur, un caique de anchas formas avanzaba con un seco golpeteo arrastrando tras de sí una hilera de seis pequeños botes provistos de candeleros, como un pato con sus patitos. La ola que levantaba su proa producía una oscura y espejean te ondulación en la azul superficie del mar, y eso fue todo lo que quedó de civilización cuando los botes desaparecieron tras el cabo occidental. Por lo demás, el mundo se reducía al infinitesimal chapaleteo del agua azul y transparente repicando contra las piedras, los quietos árboles, la miríada de dinamos de los insectos, y el enorme paisaje silencioso. Dormité a la sombra de un pino, en medio de la intemporalidad y la absoluta autarquía de la Grecia silvestre.

EL ATICA

El Mago, John Fowles, p. 39.40
Cuatro días después me encontraba en lo alto del Himeto, contemplando la gran aglomeración de Atenas-Pireó, las ciudades y sus suburbios, las casas esparcidas como un mil1ón de dados por la llanura ática. Al sur se extendía el azul puro del mar de finales del verano con sus islas de color piedra pómez, y más allá se elevaban en el horizonte los serenos montes del Peloponeso como un detenido flujo de tierra y agua. Serenos, soberbios, majestuosos: intenté encontrar adjetivos menos corrientes, pero todos los demás términos parecían alicortas. Podía ver el paisaje hasta una distancia de más de ciento veinte kilómetros, y todo era tan puro, todo tan noble, luminoso e inmenso como siempre había sido.
Era como viajar por el espacio. Me encontraba en Marte, hundido en tomillo hasta las rodillas, bajo un cielo que parecía no haber conocido jamás el polvo ni las nubes. Bajé la vista hacia mis pálidas manos londinenses. Incluso ellas parecían cambiadas, extrañas hasta la náusea, cosas de las que hubiera debido desprenderme mucho tiempo atrás.
Cuando sobre el mundo que rodeaba cayó esa luz esencial del Mediterráneo, ví que su belleza era suprema; pero cuando me alcanzó a mí, sentí su hostilidad. Más que limpiar parecía corroer. Era como encontrarse al comienzo de un interrogatorio bajo potentes focos; podía ver la mesa con correas a través de la puerta abierta, mi antiguo yo empezaba a saber que no sería capaz de resistir. En parte era el pánico, el desnudamiento del amor; porque me sentí absoluta y eternamente enamorado del paisaje griego desde el momento mismo de mi llegada. Pero con el amor apareció una sensación contradictoria, casi irritante, de impotencia e inferioridad, como si Grecia fuese una mujer tan sensualmente provocativa que yo tuviera que enamorarme física y desesperadamente de ella, y al mismo tiempo tan sosegadamente  aristocrática que jamás podría abordarla.

Ninguno de los libros que había leído explicaba esta cualidad siniestro- fascinante, este íntimo parentesco con Circe que tenía Grecia; y que la convierte en un país único. En Inglaterra vivimos unas relaciones asordinadas tranquilas y domesticadas con lo que queda de nuestro paisaje natural y su suave luz nórdica; en Grecia el paisaje y la luz son tan bellos, tan omnipresentes, tan intensos, tan salvajes, que las relaciones son inmediatamente de amor-odio, pasionales. Tardé muchos meses en llegar a comprenderlo, y muchos años en llegar a aceptarlo.

KAFKA

Las manos de los maestros, JM Coetzee, p. 200-201
Tal vez el caso más famoso de un albacea que contraviene las instrucciones del difunto lo constituye Max Brod, albacea del legado literario de su íntimo amigo Franz Kafka. Kafka, que tenía formación jurídica, no podría haber transmitido sus instrucciones con mayor claridad:
Querido Max, mi última petición: todo lo que dejo atrás ... en forma de cuadernos, manuscritos, cartas tanto mías como de otros, dibujos y demás, ha de ser quemado sin leerse y  hasta la última página, así como todos mis escritos o notas que tengáis tú u otras personas, a quienes se los tendrás que pedir en mi nombre. Las cartas que no te sean entregadas deberán ser al menos fielmente quemadas por quienes las tengan. Atentamente, Franz Kafka.
Si Brod hubiera cumplido con su deber, no tendríamos ni El proceso ni El castillo. Como resultado de su traición, sin embargo, el mundo no solo se ha beneficiado, sino que se ha metamorfoseado y transfigurado. ¿Acaso el ejemplo de Brod y Kafka nos persuade de que a los albaceas literarios, y tal vez a los albaceas en general, se les tiene que dar margen para reinterpretar las instrucciones que reciben en aras del bien general?
Hay un prolegómeno implícito a la carta de Kafka, que puede aplicarse también a la mayoría de las instrucciones testamentarias de este tipo: «Para cuando yo esté en mi lecho de muerte, y tenga que afrontar el hecho de que ya nunca seré capaz de seguir trabajando en los fragmentos que tengo en el cajón, ya no estaré en situación de destruirlos. Por tanto, no veo otra salida que pedirte que lo hagas tú en mi nombre. Pero como no te puedo obligar, solo puedo confiar en que respetes mi petición”.
A fin de justificar el hecho de no haber «cometido el acto incendiario”, Brod apeló a dos argumentos. El primero era que el listón que Kafka tenía a la hora de permitir que su obra viera la luz era exageradamente alto: «unos criterios prácticamente religiosos», los llamó Brod. El segundo argumento era más terrenal: aunque él ya le había dicho con claridad a Kafka que no pensaba seguir sus instrucciones, Kafka no lo desestimó como albacea, por consiguiente (pensaba él) en el fondo Kafka debía de saber que sus manuscritos no serian destruidos.
En términos legales, las palabras de un testamento han de transmitir la intención plena y final del testador. Así pues, si el testamento está bien construido -es decir, si el contenido está bien expresado, de acuerdo con las fórmulas legales de la tradición testamentaria-, entonces la interpretación del testamento es bastante mecánica: solo necesitamos un manual de fórmulas testamentarias para interpretar sin ambigüedades la intención del testador. En el sistema legal angloamericano, ese manual de fórmulas se conoce como las reglas de construcción, y la  tradición interpretativa basada en ellas se denomina la doctrina del significado claro.

La doctrina del significado claro lleva bastante tiempo siendo cuestionada. La esencia de su critica la planteó hace más de un siglo el académico en leyes John H. Wigmore: “La falacia consiste en dar por sentado que puede existir un significado real o absoluto. La verdad es que solo puede existir el significado subjetivo para una persona, y esa persona, cuya intención significativa quiere entender la ley, es el autor del documento."

FAULKNER Y LOS NEGROS

Las manos de los maestros, JM Coetzee, p. 165
El premio Nobel de Literatura, otorgado en 1949 y entregado en 1950, hizo famoso a Faulkner incluso en Estados Unidos. Iban turistas de todas partes a mirar boquiabiertos su residencia en Oxford, para su gran irritación. A regañadientes salió de las sombras y empezó a comportarse como una figura pública. Del Departamento de Estado le llegaron invitaciones para viajar al exterior como embajador cultural, que él aceptó con reservas. Nervioso ante el micrófono, todavía más nervioso cuando se enfrentaba a preguntas “literarias”, se preparaba para las sesiones bebiendo copiosamente. Pero, una vez que desarrolló la labia necesaria para lidiar con los periodistas, se sintió más cómodo en ese papel. Estaba mal informado sobre asuntos extranjeros -no leía periódicos-, pero eso le convenía bastante al Departamento de Estado. Su visita aJapón fue un impactante éxito de relaciones públicas; en Francia e Italia recibió una enorme atención de la prensa. Como comentó sarcásticamente: “Si en Estados Unidos creyeran en mi mundo de la forma en que lo hacen en el extranjero, probablemente podría postular a uno de mis personajes para la presidencia ... tal vez a Flem Snopes”.
Sus intervenciones en su propio país no causaron una impresión tan positiva. Estaba aumentando la presión sobre el Sur y sus instituciones segregadas. En cartas a directores de periódicos, comenzó a atacar los abusos y a instar a los blancos sureños a que aceptaran a los negros como sus pares en la sociedad.
Hubo represalias. “El llorón de Willie Faulkner” fue calificado de peón de los liberales del Norte y de simpatizante de los comunistas. Aunque nunca corrió peligro físico, sostuvo (en una carta a un amigo sueco) que podía prever el día en que tendría que huir del país “como los judíos tuvieron que huir de Alemania con Hitler”

Estaba, desde luego, exagerando. Sus opiniones sobre la cuestión de la raza nunca fueron radicales, y, a medida que la atmósfera política se hizo cada vez más cargada y apareció en ella un trasfondo sobre el asunto de los derechos de los estados, se volvieron más confusas. La segregación era un mal, declaró; de todas maneras, si se obligara al Sur a aceptar la integración él se resistiría (en un momento de imprudencia  llegó a decir que se alzaría en armas). A finales de la década de 1950 su posición se había vuelto tan anticuada que era verdaderamente pintoresca. El movimiento de los derechos civiles, declaró, debería adoptar como consignas la decencia, la discreción, la cortesía y la dignidad; los negros deberían aprender a merecer la igualdad.

INCIPIT 850. CRONICA DE BERLIN / WALTER BENJAMIN

Quiero hacer memoria de las cosas que me han introducido en la ciudad. Ya el niño, a quien los juegos solitarios aproximan extraordinariamente a la ciudad, necesita y se busca un guía en el ambiente que le rodea, y mis primeros guías (para un niño bien criado de la burguesía como era yo) fueron sin duda las institutrices. Con ellas iba al parque zoológico, que, sin embargo, apareció ante mí muchos años más tarde bajo el estruendoso ruido de las bandas militares con la Avenida de los Vicios (así llamábamos los jóvenes a este tipo de desfiles); y si no era al parque zoológico, era al Jardín de los Animales. Y o creo que la primera «calle» que descubrí (no me resultó nada acogedora ni era hospitalaria en absoluto), que entre tiendas  representaba el puro abandono y en cuyos cruces se percibían todos los peligros, era la calle Schill, de la que puedo figurarme perfectamente que es la que menos ha cambiado en todo el Berlín occidental y en la que aún hoy pueden llegar a surgir de entre la niebla determinadas escenas (salvación del «hermanito»). La avenida del Jardín de los Animales atravesaba el puente de Hércules, cuyos lados, conmovedoramente desvencijados, habrán sido seguramente los primeros flancos que el niño tuvo ocasión de conocer (bajo el signo de los bellos lados del león de piedra que se elevaban por encima de él). Al final de la calle Bendler se abría el laberinto, al que no le faltaba su Ariadna: el jardín laberíntico rodeando a Federico Guillermo III y a la reina Luisa, que en sus pedestales ilustrado-imperiales sobresalían petrificados, como impulsados por una mágica tensión interior, entre macizos de flores que dibujaban pequeños canales en el suelo. 

INCIPIT 849. LAS BARBAS DEL PROFETA / EDUARDO MENDOZA

l. FANTASIA Y FICCIÓN
SIEMPRE QUE ME preguntan cuáles han sido las lecturas o los autores que más han influido en mi carrera literaria respondo sin vacilar que las lecturas infantiles, a menudo anónimas o de autores apenas identificados, fácilmente olvidados. En estas lecturas minúsculas, por fuerza simples y candorosas, adquirí la fascinación por la palabra escrita y a través de ellas penetré en el mundo de la ficción, en el que he habitado felizmente desde entonces. Quien lea esto puede pensar que me he evadido de la realidad para vivir en un mundo imaginario. Puede ser, pero quisiera pensar lo contrario. No hay que confundir ficción con fantasía. La fantasía no depende de la invención. Es parte de la naturaleza humana, tanto de los que leen como de los que no. Existe en forma de sueño, de temores, de ilusiones, de esperanzas y de elucubraciones. La ficción selecciona y estructura las fantasías y las encuadra, bien que mal, en nuestra contradictoria y confusa realidad.

Mi afición por las obras de ficción y mi deseo de crear una ficción propia semejante a la que antes habían creado otros para mi deleite, se formó en una época en la que era ignorante y maleable, como todos los niños. En mi formación intervino menos el gusto que las circunstancias, y solo parcialmente el azar.

¡¡¡FAULKNER¡¡¡

Las manos de los maestros, JM Coetzee, p. 157-158
WILLIAM FAULKNER Y SUS BIÓGRAFOS
“Ahora me doy cuenta por primera vez -le escribió William  Faulkner a una amiga, recordando desde la posición ventajosa que le daba estar en plena cincuentena- de qué asombroso don he tenido: haber hecho, sin ninguna clase de educación formal, sin siquiera tener compañeros muy instruidos, mucho menos literarios, las cosas que hice. No sé de dónde salieron. No sé por qué Dios o los dioses o quien fuera me escogió a mí de recipiente.”
Esa incredulidad que con estas palabras asegura sentir Faulkner no es del todo sincera. Para la clase de escritor que quería ser, tenía toda la educación, incluso todo el conocimiento libresco, que necesitaba. En cuanto a la compañía, tenía más que ganar de vejetes parlanchines de manos nudosas y larga memoria que de líttérateurs decadentes. De todas maneras, es normal un grado de asombro. ¿Quién habria imaginado que un muchacho de un pequeño pueblo de Mississippi sin ninguna distinción intelectual excepcional se convertiría no solo en un escritor famoso, célebre en su país y en el extranjero, sino también en la dase de escritor en la que se convirtió: uno de los innovadores más radicales de los anales de la ficción estadounidense, un escritor de quien aprenderían las vanguardias europeas y latinoamericanas?
No hay duda de que la educación formal de Faulkner no pasó del mínimo. Dejó el instituto en el primer año (al parecer, sus padres no armaron ningún escándalo al respecto), y aunque asistió durante un breve periodo a la Universidad de Mississippi, eso fue solo gracias a una autorización especial para excombatientes (más adelante me referiré al desempeño de Faulkner durante la guerra). Su historial universitario fue mediocre: un semestre de lengua y literatura inglesas (puntuación: D), dos semestres de francés y español. Este explorador del Sur posbélico no asistió a ningún curso de historia; este novelista que entrelazaría el tiempo bergsoniano en la sintaxis de la memoria, no estudió nada de filosofía ni psicología.

En lo que Billy Faulkner, que era más bien un soñador, se volcó en lugar de los estudios fue en una estrecha pero intensa lectura de la poesía inglesa de fin de siglo, en especial Swinburne y Housman, y de tres novelistas que habían dado a luz mundos de ficción lo bastante nítidos y coherentes como para rivalizar con el real: Balzac, Dickens y Conrad. Si a esto le añadimos una familiaridad con las cadencias del Antiguo Testamento, Shakespeare y Moby Dick, y, pocos años más tarde, un rápido estudio de lo que estaban haciendo sus contemporáneos de más edad T. S. Eliot y James Joyce, ya estaba totalmente equipado. En cuanto a materiales, lo que oía a su alrededor en Oxford, Mississippi, resultó ser más que suficiente: la épica, contada una y otra vez, incesantemente, del Sur, una historia de crueldad e injusticia y esperanza y desilusión y victimización y resistencia.

DEL RECUERDO

Crónica de Berlín, Walter Benjamin, p. 71-72
Todo el mundo puede darse cuenta de que la duración de nuestras impresiones se encuentra en el recuerdo sin motivos claros. Nada nos impide, por ejemplo, tener un recuerdo más o  menos claro de algunos sitios en los que sólo hemos pasado veinticuatro horas, mientras que otros en donde hemos estado meses han caído en el olvido más absoluto. No siempre es cuestión, por tanto, de un tiempo de exposición demasiado corto el que en la placa del recuerdo no aparezca ninguna fotografía. Son mucho más habituales los casos en los que la débil luz de la costumbre niega a !a placa la luminosidad que necesita, hasta que ésta brota un buen día de fuentes extrañas como de un polvo de magnesio incendiado y retiene mágicamente en la placa la figura de una toma instantánea. No obstante, entre foto y foto nos  encontramos siempre nosotros, lo cual no es raro en absoluto, pues tales instantes de iluminación brusca son también instantes del ser-fuera- de-nosotros, y mientras nuestro yo despierto, habitual, cotidiano, se mezcla, activa o pasivamente, en el acontecer de las cosas, nuestro yo profundo descansa en otro sitio y sólo se mueve por el choque, igual que un montoncito de polvo de magnesio lo hace por la llama del fósforo. Este pequeño holocausto del yo profundo en el shock es a quien nuestro recuerdo debe agradecer sus fotos indestructibles. Así, la habitación en la que yo dormía a los seis años se me habría olvidado si no llega a ser porque una tarde (yo ya estaba en la cama) mi padre entró con una noticia necrológica. Lo que en el fondo me llegó a herir no fue la noticia en sí, pues el fallecido era mi   primo lejano, sino la forma en que me lo dijo mi padre ....

LIBROS E INFANCIA

Crónica de Berlín, Walter Benjamin, p. 70-71
Recordar lo que para mí han sido los primeros libros me exige olvidar desde el principio todo lo que sé de libros. Ciertamente toda mi actual sabiduría se basa en la disposición con la que ya entonces me enfrentaba al libro. Pero así como en el día de hoy tema y contenido, objeto y materia, se enfrentan al libro como algo exterior, entonces se encontraba todo fundido en él, no era algo independiente de él. Actualmente es al contrario: el libro se enfrenta al número de páginas o al papel de que está hecho. El mundo abierto en el libro y el libro mismo no podían separarse bajo ningún concepto: formaban un todo perfecto. De esta forma, junto con el libro, también podían cogerse con la mano su contenido, su mundo, como si tuvieran asas. Y este mundo, el contenido, glorificaban a su vez al libro en todas sus partes: palpitando en él, iluminando desde él. Y no sólo anidaban en la portada o en los grabados. Su casa estaba también en los títulos de los capítulos, en las grandes letras especiales con que empezaban, en los puntos y aparte, en las columnas, etc. Los libros no se leían sin más, no; se vivían, se moraba entre sus líneas y cuando, tras una pausa, volvía uno a abrirlos, se sobresaltaba nada más reanudar la lectura. La felicidad que deparaba el libro nuevo nada más echar una breve mirada sobre sus líneas era parecida a la del invitado que se queda en un castillo durante un par de semanas y apenas se dedica a echar una mirada llena de admiración hacia las grandes habitaciones del salón que ha de atravesar hasta llegar a la suya. Está cada vez más impaciente por llegar a su habitación. Así había encontrado yo por Navidad el último tomo del libro Nuevos amigos de juventud alemanes  cuando me retiré tras la balaustrada de su portada, adornada con motivos armamentísticos, y me introduje en historias de espionaje o de cacerías. En ello empleé la primera noche. No había nada más hermoso que seguir el rastro, en este primer examen de los laberintos narrativos, de las distintas corrientes de aire, fragancias,  luminosidades y ruidos provenientes de las diferentes habitaciones y pasillos. Ciertamente se mostraban las grandes historias, muchas veces interrumpidas, para reanudarse más adelante como pasillos subterráneos que surgen al final. Y era bellísimo cuando los aromas que provenían del pan de Navidad se elevaban a las alturas en donde veíamos resplandecer globos o ruedas de agua y se mezclaban con el aroma del pan de especias, o una canción de Navidad tejía una aureola alrededor de la cabeza de Stephenson, que surgía en lo alto de dos páginas como el retrato de un pariente tras la puerta entreabierta, o el aroma del pan de especias se unía al de una mina de azufre siciliana que nos golpeaba de repente de cuerpo entero como si fuera un retrato. Pero si, aferrado firmemente a mi libro, entraba yo en la mesa con los regalos, entonces ya no estaría como a un paso de la habitación de Navidad, casi planeando sobre mí, sino que era como si yo bajara un pequeño escalón que me conducía desde mi castillo espiritual hasta la mesa.

RECUERDA

Crónica de Berlín, Walter Benjamin, p. 42-43
El lenguaje significa indiscutiblemente que el recuerdo no es un instrumento para captar el pasado, sino el escenario donde se lleva a cabo tal captación. Así como la tierra es el elemento en el que se hunden las ciudades muertas, así es el lenguaje para lo vivido. Quien aspire a acercarse al propio pasado sepultado ha de comportarse como el que exhuma un cadáver. Ello determina el tono, el talante de los verdaderos recuerdos. No hay que temer volver una y otra vez al mismo estado de cosas: diseminándolas como se disemina la tierra, re· volviéndolas como se revuelve la tierra. Las cosas a recordar son estratificaciones, capas, que entregan al investigador cuidadoso aquello que constituye el verdadero valor escondido bajo la tierra: las imágenes desprendidas de situaciones anteriores como joyas que brillan en el sobrio aposento de nuestra visión actual (algo así como los restos y efigies que se encuentran en la galería de un coleccionista). Ni que decir tiene que es necesario emprender las excavaciones siguiendo un cuidadoso plan. Por eso resulta indispensable dar cuidadosas paladas, como tentando la oscura tierra, forjándose ilusiones sobre lo mejor, que sólo se halla en el inventario final de lo exhumado. Por eso la búsqueda infructuosa se halla al mismo nivel que la afortunada, y de ahí que el recuerdo no deba avanzar como si fuera un relato (mucho menos como una información sobre algo), sino de un modo épico, rapsódica, en el más estricto sentido de estos términos, intentando remover nuevos lugares, ahondando siempre cada vez más. 

DE LA POBREZA

Crónica de Berlín, Walter Benjamin, p. 27
Ahora bien, esta ojeada no merecería confianza si no diera cuenta del único medio por el que se representan estas imágenes, y no adoptase una transparencia en la que se traslucen, como líneas maestras, aunque un tanto misteriosamente todavía, las líneas de aquello que sucede. Este medio es la presencia del escritor, y sólo a partir de ella pone éste algún sesgo nuevo en los acontecimientos de su experiencia, reconociendo en ellos nuevas y sorprendentes ramificaciones. En primer lugar, la primera infancia, que le protegió en su barrio residencial en el que la clase a la que pertenecía vívía en aquella actitud construida con narcisismo y resentimiento que hacía de él el feudo de un gueto regalado. Siempre encerrado en este barrio de gente pudiente sín saber de ningún otro. Para los niños ricos de su generación los pobres vívían en los pueblos. Y si se le ocurría imaginarse a los pobres,lo hacía sin conocer nombre ni procedencia, bajo la única figura del pedigüeño, que en el fondo viene a ser la figura de un rico pero sin dinero, pues consideraba de un modo simplemente contemplativo que el pobre se relaciona con su no tener igual que el rico con su tener, completamente al margen de todo lo que significa el proceso productivo y su consecuencia inevitable, la explotación. Su primera excursión al exótico mundo de la miseria tuvo un carácter típicamente literario (por casualidad fue una de sus primeras experiencias) consistente en la representación de un repartidor de anuncios y su humillación por la forma de comportarse el público, que ni siquiera se toma la molestia de recoger los anuncios que le ofrecen. De la misma manera, los pobres (así acaba la historia) se desentienden disimuladamente de todo el paquete. No hay duda: una explicación perfectamente estéril del estado de cosas existente en la que se cargan las tintas sobre el sabotaje y el anarquismo, todo lo cual hace que los intelectuales difícilmente puedan llegar a ver las cosas claras.

TO APEIRON

Todo y más: breve historia del infinito, de DFWallace,  p.27
Ningún sistema de procesamiento de datos, artificial o viviente, puede procesar más de 2x10 elevado a 47 bits por segundo por cada gramo de su masa, lo que significa que un  superordenador hipotético del tamaño de la tierra (= 6x10 elv 27 gramos aproximadamente) funcionando durante tanto tiempo como la tierra ha existido (= 10 elv 10 años  aproximadamente, con cerca de 3,14x 10 elv 7 segundos/año) puede haber procesado lo sumo 2,56x10 elv 92 bits, número que se conoce como límite de Bremermann. Los cálculos que involucran números mayores que 2,56x 10 elv 92 se llaman problemas transcomputacionales, en el sentido de que no son teóricamente viables siquiera. Y hay abundantes problemas de este tipo en la física estadística, la teoría de la complejidad, la teoría de fractales, etc. Todo esto resulta excitante pero no muy pertinente. Lo pertinente es esto: considere algún número transcomputacional, imagínese que es un grano de arena, piense en una playa entera, o en un desierto, o en un planeta, o incluso en una galaxia llena de esa arena, y no solo un 1 seguido de ese número de ceros será < 00, sino que su cuadrado será < 00, y si llamamos x al número será < infinito,  y así sucesivamente y en realidad ni siquiera es correcto comparar IO elv x aritméticamente de ese modo porque ni siquiera están en la misma área de codificación matemática ni incluso, de algún modo, en la misma dimensión. Y, sin embargo, también es verdad que algunos infinitos son mayores que otros, como en las comparaciones aritméticas. 

BAILANDO SOLO

Aunque por supuesto sigues siendo tú mismo: un viaje con David Foster Wallace
En los últimos años he descubierto que puedo, y que me gusta mucho. Aunque todavía no se me da demasiado  bien. Tiendo a sacudirme y balancearme. Pero lo bueno de Bloomington es que estás completamente en la onda si haces eso. De voguear paso. Eso es lo único que me niego a hacer. El Vague no lo bailo.
¿Dónde está la iglesia?
La Noche de Baile es en un sitio llamado ... esto va a sonar muy rural. Está el Salón del Fontanero, que en realidad es donde comemos. Y hay otro sitio llamado el Salón del Maquinista. Un lugar grandote, de suelo de baldosas lisas. Muy chulo. La gente va con sus zapatos de baile y demás.
[Un amigo acaba de llamar para invitarle. Es bonito saberlo; porque ha hablado tanto de estar solo, lleva acompañado todo el tiempo que he estado con él, y durante semanas, y tengo la sensación de que podría no estar preparado para quedarse a solas. A fin de cuentas, para él esto es el fin del libro.]
¿Qué clase de música?
De todo desde cursiladas disco de los 70 hasta cursiladas de los cuarenta principales de los 90. No se va por la música.
¿ Van peces gordos locales?
Qué va. No es un rollo estirado. En este pueblo las razas no se mezclan, pero cuando lo hacen es genial. Unos cuantos vamos a una iglesia cerca del campus, y esa congregación tiene amistad con esta iglesia baptista negra.
¿Entonces tienes amigos allí?

Claro. Lo organiza, no recuerdo el nombre, la Iglesia Baptista Número Tal de Bloomington. Pero ellos ... es genial. Se limitan ... cada cual procura dejar a los demás en paz, bailas solo.

INCOMPLETITUD

Aunque por supuesto sigues siendo tú mismo: un viaje con David Foster Wallace
Sobre heroísmo y redención en una cultura empresarial. O sea, eso es lo que la convierte en una gran película. Lo de la máquina es su metáfora más pelada y esquelética: Rutger Hauer es nosotros. Es un poco como, no sé, ahora me has hecho pensar ... en la cantidad de belleza y profundidad que hay en toda la cultura popular mierdosa que nos rodea.
Como que viviendo en Bloomington, una de las cosas que hago, o sea, hay que escuchar un montón de country de mala muerte. Porque eso es lo que prima en la radio de allí, cuando te cansas como de escuchar a Green Day en la emisora de la facultad. Y esas canciones country son sencillamente tan, ya sabes, “Nena, desde que te marchaste estoy que no vivo, y no paro de beber a todas horas» y tal. Y recuerdo que escuchar ese rollo me exasperaba. Hasta que llevaba un año viviendo aquí. Y de repente pensé en la posibilidad de que la amante ausente a la que cantan no sea más que una metáfora. Y que a lo que en realidad cantan es a sí mismos, o a Dios, ¿sabes? “Desde que te marchaste estoy tan vacío que no puedo vivir, mi vida no tiene sentido.» Que en cierto sentido, o sea, esas canciones son increíblemente existencialistas. Que la pátina de lo ausente, el rollo romántico, sólo sirve para hacerlas vendibles. Pero que todo el patetismo y la sensiblería que desprenden es porque cantan acerca de algo mucho más elemental que les falta, y sobre su incompletitud sin eso. Más que sólo, ya sabes, a una chica de vaqueros justados o algo.

Y es tan raro. Es como si vivieras inmerso en ese rollo, todo muy a lo Flannery O'Connor. 

MAGIA



Aunque por supuesto sigues siendo tú mismo: un viaje con David Foster Wallace
Yo tengo la, y esto te va a parecer una bobada, pero tengo la increíble convicción como de crío de cinco años de que el arte es sencilla y absolutamente mágico. Y de que las buenas obras de arte pueden hacer cosas que nada más en el sistema solar es capaz de hacer. Y que lo bueno sobrevivirá, y será leído, y que en el gran proceso de separación de paja y trigo, la mierda se hundirá y el material valioso se elevará.
[Su reloj emite pitidos. No paro de preguntarme si es el mío.]
Pero ¿quién va a tener la formación para leer con perspicacia? Me refiero a que las habilidades necesarias para leer, no el manual de usuario de un ordenador, sino narrativa, se perderán. Pero ten en cuenta las limitaciones de espacio, de tiempo y la situación histórica. Dices que nadie tendrá la formación para leer como leemos nosotros. Lo cual implica que, si la gente lee en ráfagas más cortas o lo que sea, el arte encontrará una manera de crear conversaciones con lectores en la voz cerebral o lengua vernácula que tengan. Y durante una temporada, cuando, ya sabes, ¿cómo es esa frase de Nietzsche o Heidegger?,

¿”Los antiguos dioses han desaparecido y los nuevos no han llegado aún”?, serán tiempos oscuros. Pero, o sea, Jesús, si esta cosa dio el salto de lo oral, ya sabes, desde la balada juglar, al texto impreso, creo yo que puede ...

INCIPIT 848. GALVESTON / NIC PIZZOLATTO

Un médico me fotografió los pulmones. Estaban repletos de copos de nieve.
Al salir de la consulta me pareció que todos los presentes en la sala de espera se alegraban de no ser yo. Ciertas cosas se notan en la cara de la gente.
Yo ya sospechaba que algo iba mal porque unos días antes, al subir dos tramos de escalera persiguiendo a un tipo, había notado que me costaba respirar, como si cargase con unas pesas en el pecho. Había pasado un par de semanas bebiendo más de la cuenta, pero tuve claro que se trataba de algo más que eso. Me dio tanta rabia ese dolor repentino que le rompí la mano al tipo. Escupió algún diente y se quejó a Stan de que le parecía excesivo.
Pero es que siempre me han dado trabajo por eso. Porque soy excesivo.

Le conté a Stan lo del dolor en el pecho y me mandó a un médico que le debía cuarenta de los grandes. Al salir de la consulta, saqué los cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y empecé a estrujar el paquete, pero decidí que no era un buen momento para dejarlo. Encendí uno allí mismo, en la acera, pero no me supo bien y el humo me hizo pensar en los hilos de algodón que se entretejían en mis pulmones. Los coches y autobuses circulaban a escasa velocidad y la luz del sol arrancaba destellos de sus cristales y de los cromados

INCIPIT 847. LA HUIDA DEL TIEMPO / JOSEP PLA

Calendarios
Algunas veces me he preguntado qué es lo que quiso decir el director de Destino, mi amigo don Ignacio Agustí, al rotular la sección que desde hace casi seis años está a mi cargo, «Calendario sin fechas». iCalendario sin fechas! ¿No es un rótulo raro? Un calendario sin fechas, ¿no será algo así como un arroz de pollo sin pollo o una sopa de ajo sin huevos estrellados? Previendo, sin duda, mi temperamento un poco desencuadernado, Agustí pensó que yo me sujetaría a duras penas a escribir de las sucesivas efemérides del calendario, y así me dio, en el rótulo, la holgura de movimientos necesaria. Sin embargo, la cosa queda en pie, y entre las faenas pintorescas que yo habré tenido que hacer en la vida, una de las más extrañas habrá sido quizá escribir un calendario sin fechas, que es algo muy parecido a presentar un elefante sin trompa y corto de orejas.

Aquí tengo un calendario con fechas. Es el de los payeses, a cuya clase pertenezco desde mi más tierna infancia. Cada año, cuando llega diciembre, lo compro, para tener una noción panorámica del año. En los últimos tiempos el calendario sale, desde el punto de vista del color, un poco agarbanzado pero, como siempre, viene adornado con láminas, poesías y consejos, que es lo principal. En la portada está, como antaño, la misteriosa rueda perpetua del principado de Cataluña que publicó por primera vez en estas tierras el prior del templo de Perpiñán, Miguel Agusti. En un libro antiguo que perteneció a mis antepasados payeses y que contiene todos los conocimientos útiles que se tenían en el siglo XVIII, está también esa rueda. La rueda perpetua indica los años fértiles y estériles pasados, presentes y venideros. El año de 1946 -tome nota el lector, porque la noticia tiene gran importancia-, el año de 1946 será estéril. 

TV

Aunque por supuesto sigues siendo tú mismo: un viaje con David Foster Wallace, p. 140-141
Creo que una de las razones de que me sienta vacío después de ver un montón de televisión, y una de las cosas que hacen seductora la televisión, es que ésta crea la ilusión de relacionarte con personas. Es una manera de llenar de gente la habitación y estar entretenido, si bien no requiere nada por mi parte. Es decir, yo las veo, ellas a mí no. Y, y, están ahí para mí, y eso da la posibilidad de recibir entretenimiento y estimulación. Sin tener que dar nada a cambio salvo una atención de o más tangencial. Y eso sí que es muy seductor.
El problema es que también es muy vacío. Porque una de las diferencias entre estar con una persona real es que, uno, yo tengo que poner algo de mi parte. En plan de que si quiero que ella me preste atención, yo tengo que prestársela a ella. Ya sabes: yo la miro y ella me mira. El nivel de estrés aumenta. Si bien también  hay ... posee algo estimulante, porque según lo veo yo, en tanto criaturas, tenemos que resolver cómo estar juntos en la misma habitación.
Y por tanto la habitación es como los dulces en tanto es más placentera y fácil de consumir que la comida real. Aunque por otro lado no posee ninguno de los nutrientes de la comida real. Y la cosa, aquello de lo que se supone que va el libro, es qué nos ha ocurrido para que ahora esté dispuesto -porque también yo lo hago- a extraer de la televisión enormes cantidades de mi sentido de comunidad y mi conocimiento de otras personas. Sin estar dispuesto a someterme al estrés y al fastidio y al coñazo potencial de tratar con gente real.

Y que mientras Internet crece, y con ello nuestra capacidad de estar en contacto, en plan . . . o sea, tú y yo podríamos haber hecho esto por correo electrónico, y yo nunca te habría conocido, y para mí hubiera sido más cómodo. ¿Verdad? Pues llegará un momento en que tendremos que desarrollar algún mecanismo, en nuestras mismas tripas, que nos ayude a manejar todo esto. Porque la tecnología no va a parar de mejorar y mejorar. Y cada vez va a ser más y más fácil, y más y más práctico, y más y más placentero, estar a solas con imágenes en una pantalla que nos han proporcionado personas que no nos aman y sólo quieren nuestro dinero. Lo cual no es malo por fuerza. En dosis bajas, ¿vale? Pero si esa es la sustancia básica y principal de tu dieta, te mueres. De un modo significativo, te mueres.  (Con pasión.)

DF WALLACE, VILA-MATAS Y K


Y es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como entretenimiento y el entretenimiento como algo reconfortante. No es que los estudiantes no “pillen” el humor de K sino que los hemos enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de las misma forma que les enseñamos que el “yo” es algo que se tiene sin más. No es de extrañar que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de K: que la horrible pugna por establecer un 2yo” humano resulta en un “yo” cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a la pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no “pillen” a K. Se les puede pedir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación total por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre…y se abre hacia fuera: que durante todo este tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch.
Hablemos de langostas, de David Foster Wallace, p.86

-No pienso abrirles ni loco –les dije.
-¿por qué? –preguntaron, cada vez más muertos de miedo.
Decidí hablarles con el estilo de un predicador.
-Porque el mundo es grande y en él hay sólo una puerta cerrada y todas las demás están abiertas, con toda la gente fuera. Y porque hay una idea general, por parte de todos, de lo que se podría ver si la única puerta cerrada se abriera. Pero lo que todos creen que se podría ver, nunca es realmente lo que se ve su se abre la puerta.
Silencio.
-No les abriré –repetí.
Por la mirilla, sigilosamente, comprobé que les había hecho un favor. Se oyeron de repente, al ver que no les abría, sus suspiros de profundo alivio. Casi parecía que lloraran de alegría y de tranquilidad recuperada. Se quedaron un rato allí, sin la menor intención de dar un paso más, y menos aún de pedir que les dejar entrar. Era como si supieran que su salvación estaba en el abismo, pero que no era nada urgente que cruzaran el bendito umbral.
Materia oscura, en: Exploradores del abismo, de Enrique Vila-Matas, p. 110

LA AUTORIDAD



El rey pálido, DF Wallace, p. 254-255
Y se le formó una sonrisita en la boca mientras decía “Muy bien”. Pero estaba claro que ni estaba bromeando ni tampoco restándole importancia a lo que estaba a punto de decir, de esa manera en que muchos profesores de humanidades de por entonces solían burlarse de sí mismos o de sus hortaciones a fin de evitar parecer poco enrollados. Solamente más adelante, después de entrar en el CFA de la Agenda, me daría cuenta de que aquel sustituto era el primer instructor que yo había visto en ninguna de las universidades por las que había pasado ociosamente que parecía cien por cien indiferente al hecho de caer bien o de que los alumnos lo vieran enrollado o simpático, y me daría cuenta -más adelante, después de entrar en la Agencia- de qué cualidad tan poderosa podía ser aquella clase de indiferencia en una figura de autoridad. En realidad, visto a posteriori, puede que aquel sustituto fuera la primera figura de autoridad genuina que yo conocía en la vida, me refiero a la primera figura dotada de una “autoridad” verdadera, y no del simple poder para juzgarte o apretarte las clavijas desde su lado de la barrera generacional, y por primera vez en la vida fui consciente de que el término ”autoridad” era algo real y auténtico, de que una autoridad auténtica no era lo mismo que un amigo o alguien a quien le importabas, pero que a pesar de ello la autoridad podía ser buena para ti, y también de que la relación de autoridad no era ni "democrática" ni una relación de igual a igual, y sin embargo podía tener valor para ambas partes, para las dos personas de la relación. Creo que no me estoy explicando muy bien: pero es cierto que me sentí destacado de los demás, ensartado por aquellos ojos de una manera que no me gustó ni me disgustó pero de la que ciertamente fui consciente. Era cierta clase de poder que él ejercía y que yo le dejaba de forma voluntaria que ejerciera. Me di cuenta de que el respeto no era lo mismo que la coacción, aunque se trataba de una clase de poder. Era todo muy extraño. También me di cuenta de que ahora él tenía las manos juntas detrás de la espalda, con algo parecido a esa posición militar de «descanso en un desfile». 

UN NIÑO

Entrevistas breves con hombres repulsivos, DF Wallace, p. 332
Y siempre al lado de su cama estaba ella, esclavizada, embrujada, secando y limpiando y acariciando y ofreciendo, sin decir una palabra acerca del horror en estado puro de lo  que él segregaba y esperaba que ella limpiara. Aquella  expectativa ingrata e infinita. Nunca dijo una palabra. La chica con quien me casé habría reaccionado de forma muy, pero que muy distinta con aquella criatura, créame. Trataba los pechos de ella como si fueran suyos. Propiedad suya. Los pezones de ella eran del color de un árbol al que le hubieran arrancado la corteza. Él los agarraba, los apretaba. Soltaba gruñidos de codicia. La maltrataba. Estornudaba y resollaba. Completamente absorto en sus propias sensaciones. Desconsiderado. Cómodo en su cuerpo como solamente puede estarlo quien no tiene que ocuparse en absoluto de su cuerpo. Engreído, como un pingüino. Era uno con su cuerpo. A menudo yo no podía mirarlo. Incluso la velocidad a la que creció aquel año --estadísticamente inusual, según comentaron los médicos-era una velocidad vegetal, agresiva, una imposición autoritaria de sí mismo en el espacio. Y aquel ojo derecho supurante proyectado hacia delante. A veces ella hacía una mueca de asco al notar el peso de él, lo sostenía, lo levantaba, hasta que se daba cuenta de su breve mueca y la borraba -estoy seguro de que lo vi- reemplazándola en el acto por aquella explosión de paciencia narcotizada, de servidumbre abstracta, mientras yo permanecía a varios metros, mirando a otra parte, intentando no ...

[PAUSA para un episodio de disnea y para la aplicación por parte del técnico de un catéter de succión traqueobronquial.]

INCIPIT 846. LAS SOLIDARIEDADES MISTERIOSAS / PASCAL QUIGNARD


Donde él vaya, yo iré.
Donde él viva, me quedaré.
Donde él muera, seré enterrada.
Libro de Ruth
Mireille Methuen se casó en Dinard el sábado 3 de febrero de 2007. Claire fue allí el viernes. Paul no quiso acompañarla. No conservaba ningún vínculo con lo que quedaba de la familia. Hacia las once, Claire sintió apetito. Estaba siguiendo el río Avre. Prefirió dejar atrás Breux, Tillieres, Verneuil. A la salida de Verneuil, se detuvo a comer en un área arenosa y vacía.
Era el bosque de L' Aigle.
Atraviesa el parking en dirección a una mesita de hierro posada ante un chalet alpino. En la mesita habían colocado una maceta con forsythias amarillas. Ante la maceta de forsythias está el menú del día, escrito con tiza en una pizarra. Examina el menú.
Un hombre de unos cincuenta años sale tímidamente del albergue. Lleva un delantal a grandes cuadros rojos y blancos.
-Señor, ¿puedo comer ahí, al sol?
Claire señala la mesita de hierro en el exterior.
-¿Pero se da cuenta de que aún no es mediodía?
-¿Le causa un problema cocinar ahora mismo?
-No.

-Entonces me gustaría instalarme ahí, en ese rayo de sol, aunque aún no sea mediodía.

INCIPIT 845. LA CONJURA CONTRA AMERICA / PHILIP ROTH

Junio de 1940 - octubre de 1940
VOTAD POR LINDBERGH O VOTAD POR LA GUERRA
El temor gobierna estas memorias, un temor perpetuo. Por supuesto, no hay infancia sin terrores, pero me pregunto si no habría sido yo un niño menos asustado de no haber tenido a Lindbergh por presidente o de no haber sido vástago de judíos.

En junio de 1940, cuando se produjo el primer sobresalto -la nominación, por parte de la Convención Republicana en Filadelfia, de Charles A. Lindbergh, el héroe norteamericano de la aviación y de fama internacional, como candidato a la presidencia-, mi padre tenía treinta y nueve años, era agente de seguros y tenía una educación de enseñanza media elemental, con unos ingresos de algo menos de cincuenta dólares a la semana, cantidad suficiente para pagar a tiempo las facturas básicas, pero poco más. Mi madre, que había querido estudiar magisterio pero no se lo pudo costear, que al finalizar la enseñanza secundaria había vivido en casa de su familia y trabajado como secretaría en una empresa, que había evitado que nos sintiéramos pobres durante la peor época de la Depresión, administrando el salario que mi padre le entregaba cada viernes con tanta eficiencia como la que mostraba en el manejo de la casa, tema .treinta y seis. Mi hermano, Sandy, alumno de séptimo curso con un talento prodigioso para el dibujo, tenía doce, y yo, alumno de tercero con un trimestre de adelanto -y coleccionista embrionario de sellos, estimulado, como les sucedía a millones de niños, por el filatélico más importante del país, el presidente Roosevelt-, tenía siete.

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