De Imposturas, de John Banville, p.123-124
El jarrón, a su vez, debía de encontrarme igualmente repulsivo, o si no, debía de encontrar mi animosidad insoportable, y decidió que acabara nuestro malestar. He aquí lo que sucedió; desde luego, algo rarísimo. El día después de la muerte de Magda, yo estaba recostado en el sofá de la sala, inundado por mi nuevo estado de viudedad, con una bolsa de hielo sobre la frente, y en ci suelo, a mi lado, un botella cuyo contenido disminuía sin cesar, cuando un sonoro estallido, agudo e incontrovertible como un disparo, me hizo erguirme asustado, como el hombre-monstruo que se arquea sobre la mesa cuando la gran chispa azul salta entre las varillas conductoras. Me puse en pie a duras penas, y con una escora de borracho me tambaleé hacia la salita para investigar, pensando, en mi estado de aturdimiento, en el Agente Blanco —ale recuerdan?— y en esa roma pistola suya, cargada con cinco balas. Me llevó mucha observación e indagación infructuosa descubrir lo que había ocurrido. El jarrón se había partido, no en esos fragmentos en que suele romperse el cristal, sino en dos mitades casi iguales, verticales, con extraordinaria limpieza, como si lo hubiera partido por la mitad una
hoja de diamante enormemente veloz o un poderoso rayo ultraterreno. Como posiblemente ya he comentado, no soy supersticioso —o no lo era, puesto que esto fue antes de que el fantasma de Magda comenzara a rondarme—, y supiese que probablemente se debía a que el cristal era defectuoso, que tenía alguna grieta tan fina que resultaba invisible, y que había acabado sucumbiendo a algún cambio infinitesimal en la temperatura del aire o a un cambio en la presión atmosférica. Pensé, casi con una punzada de remordimiento, en esa cosa antaño odiada que permanecía allí, día tras día, soportando mis torvas miradas y las horas en que Magda le dedicaba su mirada cariñosa, pero quizás no menos agresiva, inmovilizado y en lucha desesperada con las irresistibles fuerzas del mundo que actuaban sobre él, esforzándose por mantenerse entero otra hora, otro minuto, unos segundos más, los últimos, en que permanecería entero, garboso. Pienso, naturalmente, en Cass Cleave. Pues así era ella también, otro jarrón alto, tenso, físil, esperando a que lo partieran en dos.
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