De El tiempo recobrado, de Marcel Proust, p. 92-93 (Lumen)
Así también los Verdurin daban cenas (y al cabo de poco la Sra. Verdurin sola, pues el Sr. Verdurin murió algún tiempo después) y el Sr. de Charlus se entregaba a sus placeres, sin pensar en modo alguno en que los alemanes estaban —si bien inmovilizados por una sangrante barrera constantemente renovada— a una hora de automóvil de París. Sin embargo, los Verdurin pensaban —se nos dirá— en ello, ya que tenían un salón político en el que todas las noches se comentaba la situación no sólo de los ejércitos, sino también de las flotas. Pensaban, en efecto, en esas hecatombes de regimientos aniquilados, de pasajeros engullidos, pero una operación inversa multiplica hasta tal punto lo relativo a nuestro bienestar y divide por una cifra tan formidable lo que no le concierne, que la muerte de millones de desconocidos apenas nos afecta y casi menos desagradablemente que una corriente de aire. La Sra. Verdurin, quien padecía las consecuencias de carecer de medías lunas para mojarlas en su café con leche y aliviar sus migrañas, había acabado consiguiendo de Cottard una receta que le permitió encargárselas a cierto restaurante del que hemos hablado. Había sido casi tan difícil de conseguir de los poderes públicos como el nombramiento de un general. Recuperó su primera medialuna la mañana en que los periódicos narraban el naufragio del Lusitania. Al tiempo que la mojaba en el café con leche y daba papirotazos a su periódico para que se mantuviera totalmente desplegado sin que hubiese de desviar su otra mano de su función de mojar, decía:«Qué horrible! Supera en horror a las tragedias más atroces». Pero la muerte de todos aquellos ahogados debía de resultarle por fuerza reducida a una milmillonésima, pues, mientras hacía, con la boca llena, esos comentarios afligidos, la expresión que invadía su rostro, probablemente inducida por el sabor de la medialuna, tan eficaz contra la migraña, era más bien la de una dulce satisfacción
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