Noches sin dormir, Elvira Lindo, p. 181
Un cuarenta por ciento de los
presos americanos tienen problemas mentales. La relación entre locura y
mendicidad salta a la vista. Y de ahí a tener un problema con la policía sólo
hay un paso. Si un pobre desgraciado comete tres delitos, por menores que sean,
podrá verse enfrentado a la cadena perpetua. Las cárceles están llenas de seres
extraviados, de mendigos perturbados, y en muchos casos personas de avanzada
edad. Allí se hacen viejos, allí mueren. En la tristemente célebre cárcel de
Attica hay todavía tumbas numeradas de los presos a los que nadie fue a visitar
y por los que nadie rezó una oración cuando murieron.
Homeless hay en todas las
ciudades, pero aquí se los ve tan perdidos, tan ajenos al ciudadano integrado,
que se diría que hay un tipo de loco sin hogar propio de Manhattan. Viven ignorados
por el resto de los seres humanos. Es aconsejable esquivar su mirada para no
invitarlos a la cercanía. La profilaxis del nulo contacto visual es el mejor
escudo de protección de los neoyorquinos. En el metro los pasajeros cambian de
vagón: desprenden un olor insoportable, visten con capas de ropa amarronada por
la suciedad y el tiempo; parecen mendigos de otro siglo, con los ojos
enajenados de los pobres de Goya. Esa vestimenta que acumula suciedad y hedor
es su casa, la llevan a cuestas en invierno y en verano. A veces se mean en el
vagón, a tu lado, como si no registraran tu presencia, murmuran cosas que nadie
entiende, beben restos de café que han sacado de las papeleras y duermen
tumbados en los asientos.
Hay, a pesar de la precariedad
extrema en la que viven y en su indefinible perturbación, algo soberano e
incorruptible, una voluntad infranqueable de ser ellos mismos. Es la
excentricidad que comparten con algunos ricos, tal vez poseídos por el tipo de
locura que provoca esta ciudad. Richard Avedon, que retrató a los mendigos como
si fueran filósofos, sabría verlo.
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