Trilogía de Copenhaguen,. p. 216
No estará usted prometida, ¿verdad?,
me pregunta llevándose una mano al corazón. No, contesto. Gracias a Dios,
suspira aliviada como si acabase de superar algún peligro. ¡Hombres! Yo he
estado casada, querida. Me molía a palos cuando bebía y encima me tocaba
mantenerlo. Esas cosas no pasan en Alemania, Hitler no lo permitiría. A la
gente que no quiere trabajar la mandan a
un campo de concentración. […] Estoy
helada, aunque llevo el abrigo puesto, y no puedo concentrarme y escribir
porque los gritos de Hitler atraviesan las paredes y retumban como si él
estuviese aquí, pegadito a mí. Su discurso es amenazador y vociferante, y me
llena de terror. Habla de Austria, y yo me abotono el abrigo hasta el cuello y
se me encogen los dedos de los pies. Unos Heil! rítmicos lo interrumpen sin
cesar y no hay rincón en el cuarto donde me pueda ocultar. Cuando termina el
discurso, la señora Suhr entra en mi cuarto con los ojos brillantes y las
mejillas encendidas de puro éxtasis. ¿Lo ha oído?, grita embelesada, ¿ha
entendido lo que ha dicho? No hace falta entenderlo.Se te mete por los poros
como un baño de vapor. Me he bebido cada una de sus palabras. ¿Le apetece una tacita
de café? Declino su ofrecimiento con mucha educación, aunque llevo todo el día
sin probar bocado. Lo declino porque me niego a sentarme bajo el retrato de Hitler.
Tengo la impresión de que si lo hago, me descubrirá y hallará la manera de
aplastarme. Lo que yo hago es entartete Kunst, y aún recuerdo lo que dijo el
señor Krogh de la intelligentsia alemana. Al día siguiente, yo empiezo a
trabajar en los despachos de la Oficina de Cambios y Hitler invade Austria.
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