Recuerdos, sueños, pensamientos, Jung, p. 181
Freud era el primer hombre
realmente importante que yo conocía. Ningún otro hombre de los que entonces
conocía podía equiparársele. En su actitud no había nada de trivial. Le
encontré extraordinariamente inteligente, penetrante e interesante en todos los
aspectos. Y pese a ello mis primeras impresiones sobre él fueron poco claras y
en parte incomprendidas. Lo que me decía acerca de su teoría sexual me
impresionó. Sin embargo sus palabras no lograron disipar mis dudas y
reflexiones. Se las planteé más de una vez, pero siempre me objetaba mi falta
de experiencia. Freud llevaba razón: entonces no poseía yo la experiencia
suficiente para fundamentar mis argumentos. Vi que su teoría sexual era
extraordinariamente importante para él, tanto en el sentido personal como
filosófico. Ello me impresionó, pero no podía explicarme exactamente hasta qué
punto esta valoración positiva dependía en él de premisas subjetivas y hasta
qué punto de experiencias concluyentes.
En especial, la posición de Freud
respecto al espíritu me pareció muy cuestionable. Siempre que en un hombre o en
una obra de arte se manifestaba el lenguaje de la espiritualidad, le parecía
sospechoso y dejaba entrever una “sexualidad reprimida”. Lo que no podía
explicarse directamente como sexualidad, lo caracterizaba como “psicosexualidad”.
Yo objetaba que su hipótesis, llevada a sus lógicas conclusiones, conducía a un
juicio demoledor sobre la cultura. La cultura aparecía como una mera farsa,
como fruto morboso de la sexualidad reprimida. “Ciertamente -concedía él-, así
es. Ello es una maldición del destino contra la cual nada podemos.» Yo no
estaba dispuesto en absoluto a darle la razón. Sin embargo, no me sentía maduro
todavía para entablar una polémica.
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