El Reino, Carrère, p. 240
Se lo ve desde todas partes,
coronado de mármol y de oro, y según la hora del día resplandeciente como el
sol, cuyos rayos refleja, o parecido a una montaña cubierta de nieve. Es
absolutamente gigantesco, tiene una superficie de quince hectáreas, seis veces
la de la Acrópolis, y es casi flamantemente nuevo. Destruido por los babilonios
en la época remota en que los judíos fueron conducidos al exilio, fue
reconstruido a principios de la ocupación romana, bajo el reinado de Herodes el
Grande, un megalómano riquísimo y refinado que lo convirtió en una de las
maravillas del mundo helenístico. El historiador inglés Simon Sebag Montefiore,
que después de dos libros apasionantes sobre Stalin escribió un compendio sobre
Jerusalén a través de los siglos, asegura que cada uno de los bloques ciclópeos
de los cimientos, los que actualmente forman el muro occidental y en cuyos
intersticios los devotos deslizan sus plegarias escritas en pequeños papeles,
pesan seiscientas toneladas. Esa cifra me parece exagerada, pero el propio
Simon Sebag Montefiare cita con el mismo aplomo, entre los grandes hechos del
rey de Egipto Tolomeo Filadelfo II, el que ordenó en el siglo m la traducción
griega de las Escrituras judías conocida con el nombre de Biblia Septuaginta,
la organización de una fiesta en honor de Dionisos en la que se podía admirar un
odre gigantesco, hecho con pieles de leopardo, que contenía no menos de
ochocientos mil litros de vino. La reconstrucción del Templo requirió bastante
tiempo porque en vida de Jesús, treinta años antes de que Lucas pisara las
explanadas, se le consideraba recién terminado. En la época de la que hablo,
Lucas no conocía todavía la respuesta de Jesús a sus discípulos de provincias,
que al llegar por primera vez a Jerusalén se maravillaron de tanto esplendor: “¿Admiráis
esas piedras y esas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra.” No
conoce todavía la historia de los mercaderes
a los que Jesús expulsó del inmenso atrio donde se tratan los negocios, pero
habituado como está al dulce fervor de las sinagogas, lo imagino turbado por el
barullo, los empujones, el griterío, los regateos, los animales arrastrados por
los cuernos en medio de un concierto de balidos angustiados mientras suenan las
trompas que llaman a la oración, y a los que sangran y despedazan y exponen humeantes
sobre los altares para agradar al gran dios que sin embargo ha manifestado por
medio del profeta Oseas lo poco que le gustan los holocaustos; lo que le gusta
es la pureza de alma, y Lucas no encuentra muy puro nada de lo que ve en el
recinto del Templo.
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