Cuentos completos, Piglia, p. 144
Esa misma tarde una amiga de
Pavese, Bona, lo encontró por casualidad en la via Po. Estaban en plena feria
de agosto, la ciudad vacía, como ahora. Con la mirada ardiente, Pavese caminaba a grandes pasos y parecía afiebrado.
Bona tuvo que seguirlo hasta el cercano café Florio. Estaba enamorado de una actriz
norteamericana y ella lo había abandonado. No podía dejar de pensar en esa
mujer. La veía en todos lados. Pavese le dijo que estaba en Turín de incógnito,
que quería descansar, nadie tenía que saber que lo había visto. Estuvo firme y
sosegado, implacable y exacto. Fueron luego a cenar a una cervecería a la
orilla del Po. Charlaron con serenidad, de cosas sin importancia. De pronto,
mirando el agua oscura del río, observó que no le habría gustado ahogarse.
«Mejor el veneno”, dijo. Se separaron hacia medianoche.
Luego, presumiblemente, Pavese
había estado rondando la ciudad vacía hasta que al fin había vuelto a subir al
hotel tarde en la noche. El recepcionista lo había visto entrar y Pavese le había
pedido que no lo molestaran. La luz estuvo encendida toda la noche. A la
madrugada del 18 de agosto, escribió la última página de su Diario.
Lo que tememos más secretamente
siempre ocurre. Escribo: oh, tú, ten piedad ¿Y luego? Basta un poco de coraje.
Cuanto más determinado y preciso el dolor, más se debate el imtinto de vida, y cae
la idea del suicidio. Al pensar en ello, parecía fácil. Sin embargo mujeres
frágiles lo han hecho. Se requiere humildad, no orgullo. Todo esto da asco. Basta
de palabras. Un gesto. No escribiré más.
El Diario terminaba ahí. Todo
estaba decidido.
Y sin embargo Pavese pasó una
semana antes de matarse. Se suicidó recién el sábado 26 de agosto. Renzi estaba
conmovido con esos días finales. Pavese solo en la ciudad vacía. Busca la fuerza para matarse. Qué hizo. Vivió todavía
ocho días más, aunque para sí mismo ya era un muerto. El condenado. El muerto
vivo.
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