Trilogía de Copenhaguen, p. 210
¿Le ponemos la última?, dice
hablando más bien consigo mismo mientras saca la jeringa. Sí, suplica mi madre,
es terrible verla sufrir así. Sí, sí. Le da un pinchazo en la pierna,
esquelética, y al instante se relajan todos los músculos. Caen los párpados y
la enferma se sume en el sueño entre
ronquidos. Gracias, le dice mi madre al médico, y lo acompaña sin reparar en su
camisón arrugado. Luego nos quedamos juntas al pie de este lecho de muerte y a
ninguna de las dos se nos ocurre ir a despertar a mi padre. La tía Rosalia es
nuestra, en su vida solo es un personaje secundario. Ya de madrugada, mi tía
deja de roncar y mi madre acerca el oído a sus labios para comprobar si
respira. Se acabó, anuncia, gracias a Dios ya descansa en paz. Vuelve a
sentarse en la silla y me lanza una mirada desvalida. Me da una pena terrible y
siento que debería acariciarla y darle un beso, algo completamente imposible.
Ni siquiera puedo llorar delante de ella, por más que sé que algún día irá por
ahí diciendo que ni siquiera lloré cuando se murió mi tía. Lo exhibirá como prueba
de mi insensibilidad, tal vez dentro de no mucho, cuando me vaya de casa. No le
he hablado de mis planes. Estamos las dos muy juntas, pero hay kilómetros de
distancia que separan nuestras manos. Y justo ahora, dice, que iba a disfrutar
de la vida. Sí, admito yo, pero ya no sufre más. A pesar de que es muy tarde,
mi madre hace café y lo tomamos en mi cuarto. Mañana tendré que ir a contárselo
a la tía Agnete, dice mi madre. Solo ha venido a verla tres veces en todo el
tiempo que ha estado aquí. Cuando mi madre empieza a indignarse por el comportamiento
de los demás, por el momento está a salvo de caer en la desesperación. Habla de
todas las veces que la tía Agnete les ha fallado a la hora de la verdad,
incluso cuando eran niñas. Siempre iba con el cuento de lo que hacían sus dos
hermanas y siempre tenía que ser un poco mejor que ellas. Yo la dejo hablar y
no necesito intervenir demasiado. Me apena muchísimo la muerte de la tía
Rosalia, pero no tanto como me habría apenado de haber tenido lugar cuando era
una niña. Esa noche, a pesar del barullo de Bing y Bang, duermo con la ventana
abierta, esperando que el hedor pútrido y asfixiante abandone la casa poco a
poco. La muerte no es un dulce adormecerse, como creí un día. Es brutal,
asquerosa y maloliente.
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