Cuentos completos, Piglia, p 277
La historia de las relaciones
entre Kafka y Max Brod es conocida: en el momento de morir, Kafka le ordena a
su amigo que queme todos sus manuscritos, es decir, que destruya El castillo,
El proceso, etc., como si nunca hubieran sido escritos. Gesto ambiguo, habría
que decir que ese mandato es el último gran relato kafkiano. Max Brod se ve
sumergido en el mismo sentimiento de culpa y de postergación típico en los
textos que debe destruir. Está obligado a elegir: ¿traiciona a su amigo o
traicionar a la literatura? Fidelidad contradictoria, doble ley que lo sitúa
-como vemos- en el espacio clásico de Kafka. Sin embargo no es aventurado
pensar que la gran duda (y en esto también tiene algo de razón Kostia), la gran
tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En el juego de
esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma estaba en la
orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus manuscritos, él
mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra duda asedió en
algún momento a Max Brod. La duda fue (debió de ser) esta: «Nadie -salvo yo, salvo
Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos escritos. Entonces: ¿publicarlos
con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos aparecer como míos? Estos textos
ya no son de nadie: no son de su autor, que no los quiso. No son de nadie.” ¿La
inmortalidad, la fama o el simple papel de albacea, del suave y humilde
ayudante que dedica su vida a la mayor gloria de un escritor entrañable pero
desconocido? Reverso de Eróstrato (que fascinó a Kafka), la elección de Max
Brod lo ennoblece pero a la vez -por una extraña paradoja, otra vez, típica de
Kafka- lo aniquila. ¿No hubiera complacido mejor (¿no podemos pensar que eso
deseaba?) al genio distante y perverso de Franz Kafka un Max Brod que usurpa la
fama del difunto y que en el momento de morir revela a alguien (a otro albacea
servicial, a otro Max Brod) la propiedad secreta de esos textos?
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